RUBéN AMóN-EL CONFIDENCIAL

El amparo institucional de la violencia degenera la democracia y convierte a Sánchez en insólito azote del soberanismo

La utopía del ‘Estado catalán’ ya no solo implica renegar del Estado español. También necesita abolir el Estado… de derecho. Lo demuestra el salto cualitativo que define la empatía del aparato soberanista hacia los presuntos terroristas. Y lo acredita la perversión con que la causa independentista acapara el sistema —el Gobierno, las instituciones, la propaganda— a la vez que inocula el veneno del antisistema.

Se explica mejor así la abyección de haber convertido el Parlament en garantía de la violencia. Tanto se avalan los planes terroristas de los CDR —así los han descrito la Fiscalía y el juez—, tanto se declara la Guardia Civil como una fuerza de ocupación y se profana la separación de poderes: el poder legislativo y el poder ejecutivo catalanes amortajan con la estelada el cadáver del poder judicial.

El soberanismo institucional ha convertido en héroes a los CDR arrestados. Los ha transformado en la vanguardia de una causa libertaria y heroica

Es la perspectiva temeraria y antidemocrática desde la que el presidente Quim Torra proclama que el enemigo es la policía y el amigo es el delincuente. Deben, por tanto, los catalanes recelar del picoleto y simpatizar con el pasamontañas. Se diría que la Guardia Civil no ha encontrado en el piso franco de Sabadell materiales explosivos ni objetivos terroristas, sino una plantación doméstica y clandestina de marihuana que los compatriotas deben agradecer como el hallazgo de un nuevo anestésico.

La complicidad y la ‘omertà’ son graves porque convierten a los partidos soberanistas en el brazo político de la subversión violenta. Y porque desdibujan ante el ciudadano la línea del mal y del bien. Ya ha habido comportamientos delictivos ejemplares que incitan a la delincuencia, empezando por el exilio de Puigdemont o por la escena de los Jordis pisando uvas sobre el coche de la Benemérita, pero condescender con el presunto terrorismo —el sustantivo no es una opinión, sino una categoría judicial— y renegar de la policía ‘española’ sobrentienden un principio de anarquía oficial, naturalmente para desconcierto de los ciudadanos y para congoja de los procesados en el Supremo.

Esperan todos ellos una sentencia benefactora, pero los distancian de la expectativa —Junqueras, el primero— no ya las evidencias expuestas en el proceso, o la sintonía del juez instructor y de los fiscales de sala respecto al delito máximo de rebelión; lo hace el principio determinante de la violencia. Por los hechos concretos de 2017. Y porque el soberanismo institucional ha convertido en héroes a los CDR arrestados. Los ha transformado en la vanguardia de una causa libertaria y heroica cuya irrupción no se explica sin el asalto preliminar del 1 de octubre. Los presuntos terroristas pretendían conmemorar su 14 de julio. Dedicárselo a Junqueras en la celda pestilente de las Tullerías.

Fray Junqueras no es culpable material de la última fechoría, más allá de la inducción atmosférica, intelectual o conceptual, pero la solidaridad de ERC hacia la muchachada del TNT y el secuestro del Parlament redondean una república del terror que hubieran desenmascarado la distancia táctica y cínica de Pedro Sánchez. O sea, la irresponsabilidad del PSOE cuando el líder renegaba del delito de rebelión, necesitaba los Presupuestos, buscaba una alianza parlamentaria o destacaba que ERC, lejos de su idiosincrasia rupturista, operaba fundamentalmente como un partido de izquierdas.

Cataluña podría haber sido el epitafio de Sánchez y va a convertirse en su mayor recurso político-electoral. El presidente del Gobierno se recrea ahora en el papel de estadista tutelar. Moviliza en diagonal a los ministros sensibles. Coloniza los medios con su perfil moderado. Duerme bien. Enfatiza la unidad territorial. Y viaja esposado en helicóptero con el maletín nuclear del 155, no tanto para intimidar la deriva antidemocrática del soberanismo, sino como un salvoconducto excepcional que puede garantizarle una victoria holgada en las elecciones del 10 de noviembre.

Sánchez no solo ha resucitado a Franco. Se ha resucitado a sí mismo como locomotora de la España centrada, mesetaria y responsable. O como azote de las mismas bestias soberanistas que él había amamantado. El número de transformismo merece un epílogo en el ‘Manual de resistencia’ y merece también celebrarse. El oportunismo electoralista no contradice la idoneidad de la conversión patriótica. Y predispone un escenario poselectoral que parece acordonar definitivamente la extorsión ‘indepe’.

Sánchez no solo ha resucitado a Franco. Se ha resucitado a sí mismo como locomotora de la España centrada, mesetaria y responsable

Es la razón por la que el adelanto de los comicios se ha demostrado clarividente respecto a la conveniencia del presidente. En caso contrario, Sánchez tendría que especular ahora con los partidos rupturistas que hubieran facilitado la investidura. Y debería soportar la presión ‘hooligan’ de Unidas Podemos en el Consejo de Ministros. Imaginemos la angustia que hubiera supuesto la declaración de un ministro de Iglesias relativizando la redada de Sabadell. O discutiendo el escrúpulo de las actuaciones judiciales y policiales con la cantinela del diálogo y las soluciones políticas.

Paradójicamente, el mejor aliado que va a encontrar Sánchez en el horizonte de la coronación es Pablo… Casado. También él ha emprendido el camino de la moderación. Y protagoniza un proceso de rehabilitación que tanto recuerda la catarsis del propio Sánchez como restaura la noción del bipartidismo: la aritmética parlamentaria del 11-N y la emergencia territorial apuntan a un acuerdo entre el PSOE y el PP que agita el insomnio de Miquel Iceta en la encrucijada posibilista del socialismo catalán.