EL MUNDO – 10/08/15 – PEDRO G. CUARTANGO
· Viendo las imágenes de la firma de la convocatoria de elecciones en Cataluña, me dio la impresión de que Mas se cree un monarca que necesita sacralizar sus actos de cara a una posteridad en la que él ocupará un capítulo en los libros de Historia. Carece del talento de un Tiziano que inmortalizó al emperador Carlos en Mühlberg, pero tiene a TV3 para loar sin tasa sus hazañas.
Mas lo escenifica todo: desde sus comparecencias parlamentarias hasta sus encuentros con Felipe VI, en el que mide todos sus gestos. Por eso es congruente su obsesión de rodearse de un aparato de Estado y una estructura servil que deja pequeña la corte de Luis XIV, el Rey Sol.
En una última e increíble pirueta, Mas ha logrado salvar los muebles de la quema de su partido, totalmente desacreditado por la corrupción, para presentarse como el Moisés que va a guiar a su pueblo a la tierra prometida. Nunca mejor dicho: Mas promete un paraíso de buenaventuras y felicidad si Cataluña rompe con España.
Su discurso político es enteramente hegeliano puesto que está convencido del progreso de la realidad hacia una Razón que sólo él encarna. Fuera de su idea de Cataluña, no hay nada. Dentro, está la plena superación de todas las contradicciones.
El presidente de la Generalitat no pretende gobernar para resolver los problemas de los catalanes sino para que los catalanes se ajusten a la idea que él tiene de Cataluña. Hegel defendía que los individuos tienen que supeditarse a la idea de un Estado que evoluciona hacia la racionalidad. Mas piensa exactamente lo mismo: la Cataluña que él representa es mucho más importante que las personas que la habitan.
Si Mas dice que la UE recibirá con los brazos abiertos a una Cataluña que se proclame unilateralmente independiente, la afirmación debe ser necesariamente verdad porque, contra toda evidencia empírica, el caudillo tiene la cualidad de ver lo que nadie percibe. Ese liderazgo le exime de rendir cuentas. Su sagrada misión le coloca por encima del bien y del mal; y de las leyes españolas, que ya ha dejado claro que no están vigentes en Cataluña. Por eso convoca un plebiscito que legitime sus planes.
Frente a la ética de las responsabilidades, Mas opone una ética de las convicciones personales que justifica todos sus pasos. El líder sólo responde ante su conciencia y la de los suyos, que son los que piensan como él. Ya ha dicho que si cuenta con la mayoría en el Parlament, aunque sea por un escaño, proclamará la independencia, lo que desgraciadamente tiene la apariencia de una profecía autocumplida.
Pero el mayor éxito de la propaganda nacionalista es el eslogan de que estamos ante un conflicto en el que Cataluña tiene que defenderse de una agresión. La única agresión es la de Artur Mas a quienes no comparten su identidad ni sus símbolos, tratados como enemigos en su propia patria.
Hay que decirlo alto y claro: Mas no es un demócrata, es un demagogo capaz de poner las instituciones a su servicio y fracturar la sociedad catalana en base a unas señas de identidad que ha sacralizado. Este es su gran peligro: va a matar a la Cataluña real y plural por una Cataluña imaginaria que nunca ha existido.
Su experimento de ingeniería social sólo puede acabar mal porque tanto si gana como si pierde va a generar una enorme ola de resentimiento y de división. Los políticos están para solucionar los problemas y Mas ha hecho lo contrario al crear uno mayúsculo, que carece de solución.