VICENTE VALLÉS-EL CONFIDENCIAL
- Los socialistas llegan a este día sin independentistas con los que congeniar, porque incluso sus socios de ERC se han comprometido a no dejarse cortejar por Salvador Illa
Un viejo amigo muy socarrón suele reservar una frase burlona y mordaz para dedicársela a quien —todos lo hacemos alguna vez— solemniza obviedades del tipo «Messi juega muy bien al fútbol». Cuando tal cosa ocurre, ese amigo te suelta que «hay que desengañarse: Nueva York es una gran ciudad».
La afirmación es innecesaria por indiscutible. Pero la vida está llena de apreciaciones superfluas. La política, también. Una de las más extendidas en la política española es que «hay que encontrar una solución para Cataluña«. Y es llamativo que quienes más la repiten suelen ser aquellos que más problemas provocan con la finalidad de imposibilitar la solución.
En los albores de nuestra democracia, el buenismo de los padres constituyentes hizo pensar que se podían alcanzar dos grandes acuerdos en España. Uno, entre los bandos que se habían enfrentado en la Guerra Civil. Otro, entre quienes eran partidarios de mantener un Estado centralizado y aquellos que soñaban con trocear el país. Hoy, cuatro décadas después, es una obviedad que ambos acuerdos se han deshilachado y, como consecuencia de decir esta obviedad, nuestro amigo nos soltará que debemos desengañarnos ante la evidencia de que Nueva York es una gran ciudad.
El pacto entre los bandos de la guerra consistía, entre otras cosas, en que los herederos del franquismo aceptaban la democracia a cambio de que los herederos de la República aceptaran la Monarquía parlamentaria, renunciaran a la ruptura y optaran por una reforma. Transición, lo llamaron. Con el tiempo, los casos de corrupción, la crisis financiera y el cansancio del bipartidismo derivaron en la irrupción de un partido como Podemos, que hoy cuestiona aquel pacto y la propia democracia española desde el Consejo de Ministros. Su auge y el del independentismo en Cataluña han provocado, a su vez, la respuesta del lado contrario con la progresión exponencial de Vox: si un extremo tira de su lado de la cuerda incumpliendo el pacto, el otro extremo opondrá resistencia. Nada fortalece más a un extremo que la fortaleza del extremo contrario.
El otro acuerdo que se ha quebrado es el territorial. Desde finales de los años 70 hasta que se inició el proceso independentista, la creencia general en los dos grandes partidos españoles es que se podían gestionar las presiones centrífugas de los nacionalistas vascos y catalanes con una amplia autonomía y con dádivas periódicas: cuando protestan, les damos cosas y seguimos ‘pa lante’.
Hay quien sigue pensando que Cataluña tiene solución, entendida como una fórmula aceptada por la inmensa mayoría. No tengan fe
Por el contrario, la historia nos demuestra que los nacionalistas han utilizado cada una de esas dádivas no para construir un hábitat de unidad y buena relación con el conjunto del país, sino para desbrozar y alisar el camino por el cual escapar de España. Lo han hecho con la educación, con los medios de comunicación públicos y con una labor insistente de propaganda y agitación. Y hay que reconocer que sus ideólogos han obtenido unos resultados extraordinarios. Pero no suficientes. Y cuando una apuesta tan arriesgada y temeraria como romper una sociedad a través del odio no alcanza un resultado suficiente, las consecuencias suelen ser malas tendiendo a pésimas.
Así, después de la sucesión de desdichas de 2017 y siguientes, los catalanes disponen ahora de hasta nueve partidos que compiten en las urnas con la aspiración de alcanzar representación parlamentaria, y han ocupado más tiempo de su campaña en explicarnos con qué otros partidos no piensan pactar y qué cordones sanitarios van a erigir que en decirnos con quién sí están dispuestos a alcanzar acuerdos de gobierno.
Los socialistas llegan a este día sin independentistas con los que congeniar, porque incluso sus socios de Esquerra han firmado un papel comprometiéndose a no cortejar a, ni dejarse cortejar por, Salvador Illa. ERC, JxCat, PdCat y la Cup han participado en una entretenida competición por ver quién es más independentista, qué siglas muestran mayor ímpetu sedicioso y qué líder tiene más cuentas pendientes con la justicia: si las hordas cuperas o el prófugo Puigdemont, o el condenado Junqueras, o la imputada Borrás, o los herederos del ‘tres percent’. Lo mejor de cada casa, pero con limpieza de sangre.
Suponiendo que ningún partido haya engañado a los votantes en esta campaña —y no conviene fiarse de tal cosa—, Illa y su efecto apenas aspiran a repetir en Cataluña lo que ya tienen en el Gobierno central: un pacto con la confluencia catalana de Podemos. No será fácil que esa suma de escaños dé lo suficiente de sí.
Y en la acera de enfrente, se masca la tragedia para el PP —tocado y semihundido por el renacer de Bárcenas— y para Ciudadanos, ante la posibilidad de que el extremismo de Vox se convierta en el refugio de un amplio sector de catalanes españolistas. No todos son tan ultras como el partido, pero sí quieren ser oídos. Y Vox grita más.
Hay quien, en su buena voluntad, sigue pensando que Cataluña tiene solución, entendida como una fórmula aceptada por la inmensa mayoría y que, por tanto, resuelva el problema de forma definitiva a largo plazo. No tengan fe. Cataluña puede tomarse un descanso en sus angustias, hacer una pausa, darse un respiro o criogenizarse una temporada: congelar el asunto para mantenerlo en estado de conservación en espera de reanimarlo en el futuro. Pero aceptemos que hay problemas que no tienen solución.