José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Si de lo que se trata es de plantear primero el mayor desarrollo estatutario para exigir de inmediato la autodeterminación y la amnistía, estamos ante un fraude político de proporciones históricas

El oxímoron está definido como una “combinación, en una misma estructura sintáctica, de dos palabras o expresiones de significado opuesto que originan un nuevo sentido”. Ejemplo: silencio ruidoso o ruido silencioso. El oxímoron es un recurso metafórico abundante en la literatura, pero que no funciona en la política. Por eso, la manera en la que se conduce Pedro Sánchez para tratar de resolver la crisis catalana es tan contradictoria como un oxímoron: por una parte —en una mesa bilateral y estatutaria— se desarrolla el autogobierno previsto como fórmula de descentralización del poder en la Constitución; por otra —en una segunda mesa no contemplada en norma alguna, fruto de un acuerdo político para lograr votos para su investidura— el presidente del Gobierno se ha comprometido a dialogar sobre otros temas que para sus interlocutores separatistas son la autodeterminación y la amnistía. 

Esta contradicción es perniciosa y laberíntica; no tiene lógica por su carácter no ya contradictorio, sino antitético. El autogobierno —la autonomía política— es exactamente lo contrario de la secesión —la ruptura de la soberanía única de la nación—, de tal manera que ambos conceptos jamás pueden llegar a cruzarse: son líneas argumentales y políticas paralelas que nunca convergen. No es posible compatibilizar la mesa bilateral que trata de hacer progresar la autonomía catalana en el marco constitucional y estatutario con negociar sobre la forma de implementar un referéndum para la secesión o establecer los términos de una amnistía que la carta magna no permite.

El abuso de los separatistas que encrespa a las demás comunidades autónomas, sean del signo que sean sus respectivos gobiernos, es demasiado obsceno y la docilidad con la que el Gobierno colabora a que se consuma causa un malestar que ya comienza a derivar en clara y abierta irritación colectiva. El progreso de Cataluña, la ampliación del aeropuerto de Barcelona (el llamado “pacto de El Prat”), las inversiones para conectarlo a Girona y Reus aumentarán su PIB. Todo ello tiene sentido en la lógica de la lealtad constitucional, en la racionalidad de que el beneficio de una parte del territorio revierte al conjunto nacional, en la clave de que tan ecuánime es establecer interlocuciones bilaterales como multilaterales y que este doble sistema de relación entre el Gobierno central y los autonómicos se extienda a todas las comunidades españolas. Pero, si de lo que se trata es de plantear primero el mayor desarrollo estatutario para exigir de inmediato la autodeterminación y la amnistía, estamos ante un fraude político de proporciones históricas.

Pedro Sánchez ha aceptado este doble juego, esta antinomia, y él sabrá cómo podrá salir de semejante contradicción porque o fracasa la mesa bilateral (y la participación catalana en las multilaterales sectoriales) o lo hace la mesa de diálogo para la autodeterminación y la amnistía. En la pulsión insaciable de los independentistas, se entiende que estén a todas; en la responsabilidad del Gobierno de la nación, resulta por completo incompresible que se ampare este doble juego que, en último término, colapsará. Los independentistas de JxC son los que mejor han medido el alcance de esta componenda.

No tiene la más mínima importancia que el presidente y sus ministros nieguen que vayan a parlamentar sobre un referéndum de autodeterminación y la amnistía porque sus interlocutores se sentarán solo para hacerlo. No se dan condiciones, además, para que el independentismo sea persuadido de la inviabilidad de sus pretensiones. Por si fuera poco, el secesionismo no es unívoco sino plural: el izquierdista de ERC, el esencialista de JxC y el anarquista de CUP, aunque en todos se registra la energía que les moviliza que es la de un síndrome de superioridad de Cataluña respecto de los demás pueblos de España. Entre ellos se vigilan y se corrigen severamente cuando algún dirigente u organización separatistas se apartan de la ortodoxia o ceden a alguna debilidad en la estrategia pactada de mantener un constante “embate” contra el Estado. 

Esa concepción de superioridad colectiva no es exclusiva del nacionalismo. La reformuló Jordi Pujol durante un cuarto de siglo de nacionalización férrea —de la que ya advirtió Josep Tarradellas—, la asimiló la izquierda del PSC que comandó Pasqual Maragall impulsando el segundo Estatuto de Autonomía (2006) en un Gobierno de la Generalitat con ERC y se desbocó en un independentismo en forma de utopía disponible, por una vieja y ajada CiU que Artur Mas malversó a partir de 2012, todo ello sin respuesta de los gobiernos de España, fuera el de Rodríguez Zapatero (2004-2011), el de Rajoy Brey (2011-2018) o el de Sánchez (2018 hasta la actualidad). Una falta de respuesta inteligente y nítida que en el caso de la derecha se debió —incluidos los pactos del Majestic con José María Aznar en 1996— a la necesidad y luego, con su sucesor, a prepotencia burocrática, y, en el caso de la izquierda, a una especie de fascinación acomplejada por un nacionalismo que mostraba unas falsas credenciales de antifranquismo y que privatizaba con ignota legitimidad la total identidad catalana.

Sánchez sabe que está entrampado con las dos mesas y rumia cómo salir del engaño sin que medie un desastre político para sus expectativas. Una mesa, la bilateral estatutaria, es la que procede, siempre y cuando las autoridades catalanas participen en las sectoriales multilaterales y asuman la plena vigencia de la Constitución. Otra, la llamada “de diálogo” —que además de deslegitimar la reclamación autonómica que se negocia en la primera— plantea una antinomia irresoluble. La agenda que el presidente ha puesto en marcha no es “de reencuentro” sino de “desencuentro” y, a mayor abundamiento, no solo no resuelve problemas de fondo en Cataluña, sino que mantiene allí la reivindicación secesionista, y es, por abusiva, erosiva de la cohesión en el resto de España. Si el presidente cumple la Constitución, se enajena el apoyo secesionista, y si cede ante los separatistas, la incumple. Las consecuencias de lo uno y de lo otro se dejarán sentir y serán graves.