Editorial El País
Torra debe hablar con Sánchez como presidente de todos los catalanes
El cambio de Gobierno tras la moción de censura presentada por el Partido Socialista contra Mariano Rajoy ha abierto una tímida posibilidad de reconducir la tensión en Cataluña, a condición de que las diversas fuerzas políticas tomen conciencia de los errores cometidos y de los límites de sus respectivas estrategias. El conflicto que fraguó en 2012 a raíz de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut no es resultado de las insuficiencias del sistema institucional del 78, sino del uso político que a partir de esa fecha se ha venido haciendo de él desde uno y otro lado. El Gobierno central renunció desde el primer instante a cualquier iniciativa política, transfiriendo a los mecanismos constitucionales, justicia penal incluida, la entera responsabilidad de responder a los independentistas. Estos, por su parte, aprovecharon el vacío político irresponsablemente consentido por el Gobierno central para presentar una mayoría parlamentaria, solo legítima para gestionar el sistema, como una mayoría popular, a fin de proclamar unilateralmente la independencia. La suya no es la causa democrática de Cataluña contra España, sino la de la ilegítima imposición del programa político de la secesión a los catalanes que lo rechazan.
El nuevo presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, ha anunciado su intención de reunirse con el president de la Generalitat, Joaquim Torra. Si el gesto ha adquirido una formidable dimensión política, cuando, en realidad, se trata de una práctica protocolaria imprescindible entre instituciones del Estado, es porque la situación existente resultaba insostenible. No solo porque la lógica de excepcionalidad que inspira el artículo 155 no podía convertirse en la normalidad de Cataluña, sino también porque el presidente de la Generalitat, salido de un Parlament que representa a todos los catalanes, independentistas o no, no puede seguir desacreditando la institución que representa poniéndola a los pies de autoproclamados líderes espirituales ni de organizaciones sociales que aseguran ejercer una representación de la voluntad de Cataluña que nadie les ha conferido. La dignidad de la Generalitat exige que el president que ha anunciado su disposición a reunirse con el presidente del Gobierno central actúe exacta y rigurosamente como tal, no como portavoz de un tinglado propagandístico con el que, después de desacreditarse a sí mismos, los independentistas han buscado descreditar internacionalmente la democracia de todos.
Al no haber puesto condiciones para la reunión, el Gobierno de Sánchez lo hace bien en la misma medida en que lo hace mal el de Torra al ponerlas. Bajo el disfraz de las condiciones solo se esconde la pretensión ventajista de prejuzgar los resultados. Pero es que esperar resultados sustantivos, y mucho más si son prejuzgados, es ir más lejos de lo que la realidad permite y la prudencia aconseja. Si algo ha faltado durante estos años de plomo ha sido escuchar la voz de quienes, oponiéndose a la secesión desde dentro y desde fuera de Cataluña, veían con creciente desaliento la destrucción del sistema democrático que por primera vez en dos siglos ha garantizado a España libertad y progreso. Cataluña dentro de España, al igual que España dentro de Europa, amplía las libertades de todos, empezando por las de los catalanes. El balance de daños que ha provocado el programa independentista, así como los errores continuos del Gobierno central para contrarrestarlo, arroja un resultado diferente del que se ha impuesto como un clima de opinión en absoluto avalado por la realidad. La Constitución del 78 ha salido hasta ahora milagrosamente indemne, pero Cataluña carece de un Estatut que cuente con el respaldo de la amplia mayoría que requiere toda norma de rango constitucional. Los independentistas deducen de este hecho la necesidad de la independencia. Se olvidan, sin embargo, de que el problema de la independencia es exactamente el mismo.