Jesús Cacho-Vozpópuli
Son las condiciones materiales en las que viven los individuos las que determinan la organización de la sociedad, y son los cambios de los medios de producción los que provocan los cambios socioeconómicos. Puro “materialismo histórico”, de acuerdo con el evangelio de Marx. En el Manifiesto Comunista, el de Tréveris y su colega Engels afirman taxativos que “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. Dando una vuelta de tuerca a la concepción dialéctica de la historia de Hegel, Marx la concibe como la consecuencia de la evolución de las circunstancias materiales por encima de las ideas. Y en esto llegó Thomas Piketty, 48 años, economista francés, un marxista de laboratorio que ha revolucionado a la intelligentsia francesa al sostener que el motor de la historia no han sido las condiciones materiales, como sostuvo Marx, sino la ideología. La lucha ideológica como responsable de la miseria de antaño y de las desigualdades del momento. ¡Es la ideología, idiotas!
Desde que el pasado 12 de septiembre viera la luz en Francia “Capital e Ideología” (Editorial Seuil, 1.232 páginas), la polémica se ha adueñado de la escena cultural gala, como ya ocurriera con “El capital en el siglo XXI”, la obra de Piketty aparecida en 2013 que a finales de 2018 había vendido 2,5 millones de copias en todo el mundo. El libro, cuya aparición en español se anuncia para el 26 de noviembre, hace un recorrido histórico desde la sociedad estamental del Antiguo Régimen hasta nuestros días sobre el origen de las desigualdades y su justificación teórica. Hablamos del nuevo mantra que inunda los medios de comunicación de medio mundo y los discursos de cualquier político que se precie. La desigualdad como causante de los males del capitalismo y la democracia. La aspiración a la igualdad por decreto. La igualdad en el frontispicio de esa Sexta Flota ideológica de la que participa el feminismo rampante, la ideología de género y la “emergencia” climática, flota que mantiene en escandalosa tocata y fuga cualquier atisbo de visión liberal de la vida y de la organización social.
De “libro fascinante” lo ha calificado Nicolas Baverez, editorialista de Le Figaro. Con el respaldo de un formidable aparato estadístico, Piketty ha ampliado el concepto de desigualdad más allá de lo salarial a rubros tales como la salud, la educación o la huella ecológica, y a áreas geográficas hasta ahora tan alejadas del canon occidental como India o China. La desigualdad no es un subproducto del sistema de producción, sino el motor de la historia. No es económico ni tecnológico, sino ideológico y político. Tres libros en uno. En el primero, el más largo, realiza un recorrido por los “regímenes de desigualdad” a lo largo de la historia, hasta llegar a la sociedad de propietarios que instaura la Revolución Francesa y, mucho más recientemente, la era socialdemócrata surgida al final de la II Guerra Mundial con la aparición de los sistemas de protección social que dan acceso a sanidad y educación para todos con cargo a unos impuestos que en muchos casos llegan a rozar lo confiscatorio. El francés sostiene que, a partir de 1980, la revolución reaganiana y el colapso del sistema soviético dieron paso a un “hipercapitalismo” que ha supuesto un claro resurgimiento de la desigualdad, legitimada por la “ideología dominante” en la defensa del derecho de propiedad, el papel de los empresarios en la creación de riqueza, el comercio y la movilidad del capital financiero y, sobre todo, el talento y el esfuerzo, la meritocracia, esa apelación a las capacidades individuales que tanto encabrita a los marxistas de toda laya y condición.
En el segundo, el economista galo pasa revista a la evolución de las democracias parlamentarias en Europa y USA, poniendo el énfasis en la “traición” de unos partidos socialdemócratas que han terminado por abrazar la ideología de la desigualdad. Piketty habla de la “izquierda Brahmán” como dócil gestora de las contradicciones de ese hipercapitalismo, elite apenas interesada en imitar el estilo de vida de la “derecha mercader” (empresarios y financieros), lo que ha terminado por dejar a su suerte a unas clases populares hoy fácil presa de nacionalismos y populismos.
Esta revolución ya no pasa por la desprestigiada dictadura del proletariado sino por un «socialismo participativo» capaz de dar cristiana sepultura al capital y a la propiedad privada»
Pero es en el tercer libro donde el autor, este “Marx del siglo XXI” como lo califican algunos, entra en materia al proponer la superación del capitalismo mediante “la construcción de un nuevo horizonte igualitario con un objetivo universal e internacionalista” como única forma de luchar contra la desigualdad. Porque solo la ideología puede combatir eficazmente la ideología. Esta revolución ya no pasa por la desprestigiada dictadura del proletariado sino por un «socialismo participativo» capaz de dar cristiana sepultura al capital y a la propiedad privada. Por un lado, con una batería de impuestos progresivos que lleve los tipos marginales hasta el 70% o incluso el 90% en renta, patrimonio y sucesiones. Por otro, con la socialización de la propiedad y la rotación del patrimonio mediante una dotación universal de 120.000 euros para cada individuo mayor de 25 años. En España, el socialista Jordi Sevilla, junto a una docena de expertos, acaba de presentar un informe intitulado “Reforzar el bienestar social”, en el que se propone “una renta básica universal ligada al IRPF”. Para eludir la soberanía y la competencia entre Estados, Piketty imagina un esquema garantizado por una “democracia transnacional” encargada, a nivel mundial, de la justicia fiscal y la gestión de los bienes públicos globales. Átenme esa mosca por el rabo.
Un Gran Hermano global
La idea de ese “socialismo del siglo XXI” más parecido a un Gran Hermano global que a otra cosa, un mundo orwelliano cerrado a la iniciativa individual, suena a ensoñación tan alejada de la realidad que debería incitar a la risa si al mismo tiempo no infundiera pavor. Imposible imaginar hoy un Estado fiscal y social mundial desconectado de cualquier forma de soberanía democrática. Acabar con la propiedad privada impediría dar respuesta a los desafíos de la revolución digital y la transición ecológica, que requieren la movilización de capacidades de inversión, creativas y empresariales que no pueden ser monopolio estatal. Implicaría ignorar los efectos del crecimiento y las nuevas tecnologías sobre el empleo y la movilidad social. Supondría enterrar el progreso. Si erradicar el capital y la propiedad privada fuera la solución, la extinta Unión Soviética no solo no se hubiera derrumbado con estrépito corroída por la miseria general, sino que hoy sería la concreción del paraíso en la tierra. El último intento conocido ha tenido lugar en la Venezuela chavista, por no hablar de Cuba, con los resultados conocidos. Precisamente las desigualdades más lacerantes se dan en los regímenes comunistas, entre una elite dirigente enriquecida y una gran masa depauperada.
La idea de ese “socialismo del siglo XXI” (…) suena a ensoñación tan alejada de la realidad que debería incitar a la risa si al mismo tiempo no infundiera pavor»
Ello por no hablar de ese afán confiscatorio que en lo que a política fiscal se refiere, sin duda el camino más rápido para llegar al estancamiento económico y el desempleo masivo, además de alentar la aparición de los populismos, como Hollande demostró brillantemente en Francia. Con todo, quizá la crítica más demoledora que se le puede hacer a Piketty radica en su capacidad para ignorar los enormes avances que en la reducción de la pobreza ha hecho el libre mercado. El producto bruto mundial ha crecido casi cien veces desde 1820, en plena Revolución Industrial, y casi doscientas veces desde el comienzo del siglo XIX, sostiene Steven Pinker en su celebrada “En defensa de la Ilustración”. “En los últimos doscientos años, la tasa de pobreza extrema en el mundo se ha desplomado desde el 90% hasta el 10%, y casi la mitad de ese declive se ha producido en los últimos 35 años”. Avances no menos espectaculares se han producido en alfabetización y sanidad. Según Max Roser, de la universidad de Oxford, casi 140.000 personas abandonan diariamente la extrema pobreza y ello viene siendo así durante los últimos 25 años, en línea con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, cuya meta se fijó en “acabar con la pobreza extrema para todo el mundo en todas partes” en 2030. El mantra neocomunista según el cual “los ricos son hoy más ricos y los pobres más pobres” es simplemente falso. Una de las causas de la mejora general de las condiciones de vida reside, según el economista Steven Radelet, “en el declive del comunismo junto con el socialismo intrusivo”. Pinker concluye que “la pobreza extrema está siendo erradicada y el mundo se está haciendo de clase media” (…) “Es cierto que, en algunos sentidos, el mundo es ahora menos igualitario, pero en más sentidos los habitantes del planeta viven hoy en mejores condiciones que ayer”.
La desigualdad económica suele medirse mediante el llamado coeficiente de Gini, una cifra que puede variar entre 0 (todo el mundo tiene lo mismo) y 1 (una persona lo tiene todo y el resto, nada). En Estados Unidos, el índice Gini creció del 0,44 en 1984 al 0,51 en 2012. El índice Gini internacional muestra que la desigualdad creció desde un mínimo de 0,16 en 1820, cuando todos los países eran pobres, hasta un máximo de 0,56 en 1970, con bastantes de ellos ya ricos, para estabilizarse y decaer ligeramente en la década de los ochenta. Como observa el economista británico Angus Deaton, “un mundo mejor da lugar a un mundo de diferencias”. El aumento de la desigualdad absoluta (diferencia entre los más ricos y los más pobres) es casi inevitable en cuanto una sociedad empieza a generar riqueza de verdad, porque, en ausencia de un dictador que imponga su reparto igualitario, algunas personas sacarán mayor partido del crecimiento en función de su nivel de inteligencia y su capacidad de trabajo y esfuerzo. El filósofo Harry Frankfurt sostiene que “la desigualdad no es moralmente censurable en sí misma; lo censurable es la pobreza. Desde el punto de vista de la moral, no es importante que todos tengan lo mismo. Lo importante es que cada uno tenga lo suficiente”. Y lo significativo de la disminución actual de la desigualdad es que se trata de un descenso de la pobreza.
Los problemas a la hora de “medir” las desigualdades arrancan de esa concepción que la izquierda tiene de la riqueza como una cantidad fija»
Los problemas a la hora de “medir” las desigualdades arrancan de esa concepción que la izquierda tiene de la riqueza como una cantidad fija, de modo que si alguien se enriquece ha tenido necesariamente que ser a costa de otro u otros a los que ha robado lo que les corresponde. Es la llamada “falacia de la cantidad fija”, según la cual la riqueza es un recurso finito que ha de repartirse con un sistema de suma cero, de modo que si alguien acaba teniendo más será a costa de otros que tendrán menos. Pero la igualdad absoluta solo se conseguiría a costa de la libertad. El historiador Walter Scheidel, identificó los “cuatro jinetes de la nivelación de rentas”: la guerra de movilizaciones masivas, la revolución transformadora, el colapso estatal y la pandemia letal. “Todos los que valoramos una mayor igualdad económica haríamos bien en recordar que, con muy raras excepciones, esta solo se consigue con dolor. Tengamos cuidado con lo que deseamos”.
Libertades individuales y progreso
Precisamente es la libertad la que está ausente en el discurso de Piketty. Ni una sola referencia a esas libertades individuales que han sido el motor del progreso humano. Cada mañana que Zara abre sus puertas está haciendo un poco más rico a Amancio Ortega –amén de a los miles de personas que trabajan en su grupo-, una riqueza que procede de la decisión libérrima de millones de consumidores en todo el mundo de entrar en sus tiendas y comprar su ropa. Cada vez que alguien inicia su jornada de trabajo, emprende unos estudios o abre un negocio, está “creando” desigualdad frente a vagos, ociosos o simplemente tontos. Es la “ley inmutable de las hormigas blancas”, que decía Churchill cuando se mofaba de la filosofía bolchevique. No es la igualdad, que con todas sus lagunas avanza por las cuatro esquinas del planeta, sino la libertad lo que está en peligro, incluso en la Europa culta y rica del Louvre, los Uffizi o el Pérgamo berlinés, asediada por la creciente ola del viejo totalitarismo ahora disfrazado con la piel de cordero de los feminismos radicales, las ideologías de género y el terror milenarista de las crisis climáticas. Todo apunta a un creciente recorte de los derechos y libertades individuales, presto a ser ofrecido por las Vinagreta Thunberg de turno y sus sacerdotes de lo “social” en el ara del atroz igualitarismo que predican. La libertad es difícil de alcanzar y muy fácil de perder, y es la libertad lo que los demócratas estamos obligados a defender si no queremos ser arrollados por el tsunami de las nuevas ideologías basura.
Al final, el Piketty ideólogo triunfa sobre el Piketty economista. ¿Resultado? La ambición de una economía total deriva en un proyecto totalitario. El remedio para acabar con las desigualdades no pasa por hacer realidad un despotismo planetario, sino por la libertad política. El “socialismo participativo” del francés le da de nuevo la razón a Churchill, azote de todos los totalitarismos, cuando recordaba aquello de que “El vicio inherente al capitalismo es el reparto desigual de la riqueza; la virtud inherente al socialismo es el equitativo reparto de la miseria”. Como sostiene Baverez, “La lucha contra la desigualdad debe plantearse en su relación dialéctica con la libertad y no en contra de ella”. El remedio para acabar con las desigualdades no pasa por hacer realidad un despotismo planetario, sino más bien por la libertad política.