JON JUARISTI, ABC – 25/05/14
· La campaña contra el Papa de los sectarios ultrarreligiosos en Israel se inscribe en una cristianofobia globalizada.
En Nueva York, solía asistir a los oficios del sábado en un templo de Manhattan que comparten una congregación judía reformista y una cristiana metodista. Finalizadas las ceremonias judías, se retira el enorme estor que cubre la cruz de la pared frontal y la sinagoga intermitente se convierte en una iglesia provisional. La estrechez de espacio en la isla y las dimensiones de ambas comunidades locales (las más numerosas de los Estados Unidos, cada una en su especialidad) las forzó a pactar el uso común, y esa solución me parecía y me sigue pareciendo admirablemente civilizada.
En el origen, sinagoga e iglesia eran una misma cosa: reunión o asamblea. Ambos términos fueron sinónimos estrictos, y no significaban templo ni recinto sacro. Durante la Edad Media, la iconografía cristiana (el judaísmo carecía de imágenes) desarrolló las alegorías contrapuestas de la iglesia y la sinagoga, representada la primera por una doncella coronada, que sostiene triunfante la cruz y el cáliz, y la segunda por una figura femenina (o masculina, como en La fuente de la Gracia, de Van Eyck, del Museo del Prado) que desfallece con los ojos vendados, una lanza quebrada en la mano derecha y las Tablas de la Ley resbalando de la izquierda. Lo curioso es que tal contraposición procede de la representación paleocristiana de las dos iglesias originarias, la de la circuncisión (la sinagoga cristiana de Pedro) y la de los gentiles, o sea, la de Pablo.
¿Era el Cenáculo de los Evangelios un templo? Ni por asomo. Como su nombre indica, se asemejaba a un txoko vasco donde los discípulos de Jesús, arrantzales en su mayoría, prepararon ellos mismos la cena de Pascua. Quiere la leyenda del Santo Grial que el misterioso amo del txoko (que no chiringuito, no confundamos) fuese José de Arimatea. Lógicamente, José se quedó con toda la vajilla de la Última Cena, que era suya, cáliz incluido. Su primer apellido lo delata como de Lequeitio o así, aunque ignoramos los siete restantes. En eusquera, Arimatea vale por «puerta del alma».
He visitado varias veces en Jerusalén lo que la tradición cristiana venera como el Cenáculo. Lo único que parece relacionarlo con el evangélico es que se encuentra en la planta superior de un diminuto edificio de dos pisos (que los cruzados rehabilitaron como una capilla gótica). En la inferior, la tradición judía sitúa la tumba del rey David. Ambas son tradiciones de la memoria, no de la historia, y, por supuesto, incompatibles entre sí, porque el Cenáculo estuvo en una vivienda, no en un mausoleo. La planta inferior del Cenáculo alberga parte de una yeshivá, una escuela rabínica (no una sinagoga, como se ha dicho estos días). Algunos estudiantes, pocos, sentados ante el catafalco que cubre el supuesto sepulcro de David, leen y discuten pasajes del Talmud, indiferentes al flujo de turistas y peregrinos cristianos que suben y bajan por las escaleras.
Ahora bien, Jerusalén no es Nueva York, y el anuncio de que el Papa Francisco celebrará una misa en el Cenáculo, como era de temer, ha enfurecido a sectores sectarios del judaísmo ultrarreligioso. El Gobierno israelí ha reaccionado contra la campaña antipapal con encomiable decisión y rapidez, desmintiendo los rumores insidiosos acerca de una cesión de la propiedad del Cenáculo a la Santa Sede y afirmando que Francisco es un amigo de los judíos. Pero el asunto no es baladí. La cristianofobia de los ultras israelíes viene a ser una versión invertida de la judeofobia. Si no se erradica a tiempo acabará desembocando en algo tan deletéreo como el antisemitismo, y tendría puñetera gracia que le salieran émulos judíos al Boko Haram.
JON JUARISTI, ABC – 25/05/14