FERNANDO VALLESPÍN-El PAÍS
- El ciclo electoral que afrontamos abarca un amplio abanico político, en unas predomina el impulso hacia la separación, y en la otra, hacia la unificación
El orden del ciclo electoral en el que estamos es bien sabido, autonómicas en el País Vasco y Cataluña, y después las europeas. De lo regional y pequeño ―sin ninguna intención despectiva, claro―, a lo supranacional. El calendario habrá colocado a quienes en ellas participan ante una manifestación más de eso que llamamos “gobierno multinivel”, que es una manera bastante adecuada de expresar la forma en la que la gobernanza se ordena en el espacio. Desde una perspectiva jurídico-administrativa, se antoja como bastante simple, es una cuestión de distribución de competencias entre diferentes instancias geográficas de decisión. Otra cosa es ya su adaptación a lo identitario, al vínculo predominantemente emocional que cada una de esas espacializaciones tienen con el ciudadano. El hecho de que las dos elecciones primeras se vean rasgadas por fracturas identitarias mientras que la tercera sea más fría y distante ―enseguida veremos que solo lo es en apariencia―, nos permite sacar a la luz sus muchas similitudes y diferencias y las dificultades de conjugar la política a diferentes escalas.
Por las peculiaridades de las elecciones vasca y catalana, la principal diferencia entre estas y las europeas es que en las primeras predomina el impulso hacia la separación, a mirar hacia dentro, mientras que en la otra el impulso es ―debería ser, más bien― hacia la unificación; lo que nos separa frente a lo que nos une. Unas son densas, cercanas y profundas, y otra es ligera, lejana y superficial. Pero el recorrido político de los diferentes ámbitos es también distinto. Las primeras son de pequeño recorrido espacial y, por tanto, limitadas en las opciones que nos ofrecen; la otra nos abre a un abanico de posibilidades de acción política casi ilimitado, nos habilita para hacer frente con mayor eficacia a los desafíos que nos afectan a todos por igual. El trade-off entre denso y ligero se resuelve así recurriendo al pragmatismo, a favorecer un compromiso entre corazón y razón.
Desde luego, siempre hay quienes mantenemos también un vínculo sentimental con la UE, para quienes es algo más que un entramado frío y tecnocrático, sin que erosione en lo más mínimo el vínculo nacional. Aunque para muchos, quienes votan a partidos nacionalpopulistas, debería desaparecer o limitarse a su función de mercado común. Para ellos solo existe una lealtad posible, aquella hacia la propia nación “sentida”. Y esto nos conduce ya más directamente a las vascas y catalanas, donde el esfuerzo por parte de los partidos nacionalistas e independentistas se apoya sobre esa supuesta imposibilidad de combinar identidades. A estos efectos, da igual que la mayoría de su población reconozca sentirse a la vez como vasco/catalán y español. Identidad, como la madre, solo puede haber una. Por otra parte, como es obvio, difieren en su grado de españolidad, y esa diferencia es la que se ha trasladado a su distinta capacidad de autogobierno. Pero no son como los griegos en el imperio otomano o los croatas en el austrohúngaro.
Es muy posible, además, que ese esfuerzo por huir del centro responda más a la lógica de la competencia electoral y a un cálculo de oportunidades que a consideraciones meramente identitarias. Desde la perspectiva interna española creo que esto es una evidencia. Otra cosa sería en la política europea. Sin un Estado fuerte y unido, con todos los respetos debidos a las diferencias, nuestra capacidad para modular nuestro destino, el de todos, perdería pie. La fortaleza de la UE depende tanto de su tamaño como de su capacidad para actuar unidos; también la nuestra. Es lo que tienen en común todas estas elecciones.