Champán en el norte

ABC 05/03/13
LUIS VENTOSO

Los nacionalistas catalanes que hablan de una separación amistosa le toman el pelo a su gente

UN lugar imparcial, La Coruña, a 590 kilómetros de Madrid y 1.100 de Barcelona. Como en todas partes, antes de la cena de Fin de Año es tradición un brindis con los amigos: unas copas de espumoso para precalentar. El asunto solía solventarse con cava catalán. Pero este año hubo novedades. Departimos –o mejor dicho, trasegamos– en dos locales y en ambos se pidió champán. Un alarde en crisis, pues la minuta se eleva exponencialmente. Sorprendido, pregunté por qué no pedíamos cava. Para ser fiel a la verdad, reproduzco la desabrida respuesta del que había pedido: «¿Cava? ¡Que les den!».

Galicia tiene un segundo idioma (por cierto, más hablado que el catalán, a pesar de que allí no se ha prohibido por ley el español); en su día fue un pequeño reino, como León, Navarra, Aragón, Asturias… algo que jamás ha sido Cataluña; y cuenta con una idiosincrasia propia acusada. Pero allá, en la otra esquina, ha calado también el desafecto hacia lo catalán, y eso tiene responsables: los partidos separatistas que predican de sol a sol el agravio y el rechazo a España. Imposible querer a quien te detesta.

La financiación autonómica ha sido, una y otra vez, un traje a la medida de Cataluña. Pero «España nos roba». El AVE une todas sus capitales, pero CiU lanza iniciativas para que se paralice el tren de otros. Sus negocios fueron protegidos con aranceles, disfrutaron de las primeras autopistas, Franco colocó allí a dedo importantes factorías; contaron con los Juegos Olímpicos de España; se les ha entregado la rienda de grandes empresas asociadas a sectores regulados (los embalses de León y Galicia hacen caja… en Cataluña). Pero ya saben: «España nos roba», «estamos incómodos», «no nos entienden»… Tras décadas de adoctrinamiento educativo, y con unos medios plegados al monocultivo nacionalista, comienza a ser raro hablar con un catalán que no transite por los pagos del resentimiento antiespañol. Se percibe en la vida pública: ese soniquete perdonavidas con España de algunas estrellas del Barça; esos empresarios de grandes multinacionales españolas radicadas en Barcelona, que están, pero no acaban de estar; el discurso tibio de Rosell en la patronal. Hasta Sánchez Camacho (PP) exige una financiación a la carta para Cataluña. Si España es un estado solidario y si todos los españoles somos iguales ante la ley, ¿por qué hay que premiar a Cataluña frente a Valencia, Extremadura o Aragón? ¿Cuál es el argumento racional? ¿Que sus políticos nos brean con sus quejas? ¿Que han decidido definirnos como ladrones? ¿O será que han percibido las ventajas contables que reporta el anacronismo de los fueros navarro y vasco?

En la política catalana brilla un emergente, Junqueras. Gasta porte de sabio zen, jamás se inmuta, ni cuando suelta gruesas tropelías jurídicas, y vende su desafío como lo más natural. Viene a decir que separarse será un paseo florido, el divorcio de una pareja que seguirá queriéndose y tratándose como si nada. Engaña a su gente. No saldría gratis. Las heridas durarían generaciones. La factura económica sería brutal. La animadversión se enquistaría como un cáncer.

Muchos creemos –¡todavía!– que la mayoría de los catalanes no desean irse con Junqueras a fundar la nueva Albania. Pero va siendo hora de que nos lo hagan notar a quienes los queremos con nosotros.