Charlas sin fuste

Un gobernante puede tener dudas personales sobre si respetar o no los límites que el Estado de Derecho le impone. Pero si las tiene, la salida para él es nítida: debe abandonar su cargo puesto que se siente incapaz de cumplir con sus exigencias.

El expresidente González está empeñado en escribir su historia como la de un gobernante que vivió agobiado por dramáticos dilemas entre sus principios y su responsabilidad. No parece sino que Max Weber diseñó esta oposición de conceptos pensando precisamente en Felipe González y en sus épicas luchas de conciencia (o por lo menos en el juego que podría sacarles para engrandecer su figura). En este sentido, la última ocurrencia de nuestro político-dramático es una bastante trillada, aunque de éxito mediático garantizado: consiste en practicar un poco el experimento mental contrafáctico en materias morales. Por ejemplo, si el gobierno puede matar a los etarras que se dirigen a Hipercor a poner la bomba, ¿debe hacerlo?, ¿está bien que lo haga?, ¿no se debe el gobernante al mayor bien de sus gobernados?

Este tipo de cuestiones dilemáticas se ha planteado bastante en la filosofía moral moderna: si tenemos en nuestro poder al terrorista que ha colocado la bomba en un colegio infantil que no hay tiempo para desalojar, y si sólo él puede revelarnos dónde se encuentra y cómo desactivarla, ¿podemos amenazarle para que confiese?, ¿podemos torturarle un poco?, ¿podemos torturarle hasta la muerte? Cabe incluso señalar que este tipo de sugestión utilitarista (en la que la suma de bienes que se obtiene con una conducta reprobable supera grandemente la tasa de mal que ocasiona) es la que está en la base de actitudes como la del Tribunal Supremo de Israel, que autoriza un nivel moderado de tortura de los terroristas cuando no existe otro medio de evitar males mayores. Y una extensa tribu de moralistas católicos nos responderían lo mismo, hablándonos de la doctrina del mal menor.

El problema inmediato que plantean este tipo de ilusionismos contrafácticos es el de la pendiente resbaladiza que aguarda a todo aquel que los justifica: matar a los etarras que iban a Hipercor con la bomba ya humeante puede parecer una opción plausible; pero ¿y por qué no matarles el día anterior, cuando estaban preparando la bomba?; ¿y por qué no matarles desde que se hicieron terroristas puesto que podían muy probablemente llegar a poner bombas? Con otro ejemplo: ¿debería el gobierno republicano derribar el avión ‘Dragon Rapide’ en que Franco se dirigía desde Canarias a tomar el mando de los legionarios y regulares sublevados en Marruecos? ¿Sí? Entonces, si lo que cuenta es el resultado, ¿no podría también haber ordenado su ejecución somera días antes de que tomase el avión? En el fondo, y si usted amigo lector tuviera esa posibilidad, sabiendo lo que sabe, ¿habría apretado el botón para eliminar la vida de Franco pongamos que en 1935? ¿Lo consideraría un acto moralmente defendible? Si responde afirmativamente, ¿habría hecho lo mismo en 1900 cuando era un niño? ¿Y habría eliminado en 1880 a su madre, para evitar que diera a luz al futuro dictador? ¿Dónde pone la raya?

Pero es que el problema no sólo es resbaladizo, es que su mismo planteamiento parte de una analogía incorrecta: la de que las personas particulares y los gobiernos o autoridades están en idéntica situación ante esta clase de laberintos. Y no es así, ni mucho menos. Una persona particular puede quizás responder como lo hizo Fernando Savater que si le planteasen la situación hipotética de tener que torturar al que ha puesto la bomba para salvar la vida de su hijo inocente, como padre él torturaría� y después asumiría su responsabilidad por haber infringido la ley. Es tanto como reconocer que la persona individual incurre en ocasiones en un desfallecimiento moral por mor de sus lealtades primarias.

Pero cuando hablamos del poder no cabe comprensión alguna ante ese desfallecimiento momentáneo en el cumplimiento de las reglas, no cabe decir ‘torture usted un poco’, ‘haga estallar el vehículo’, que luego veremos si le podemos justificar hablando de la ética de la responsabilidad. Porque el gobierno no es un padre, ni los ciudadanos somos sus hijos. Un gobierno o autoridad pública, esa es la diferencia, está dotado de un poder extraordinario pero está también sujeto a unas normas muy concretas sobre su utilización. Por eso se le ha confiado el monopolio de la violencia, porque sólo puede usarla de acuerdo con la ley y respetando sus límites. Al gobierno, por decirlo así, se le ha dado de antemano un código detallado de lo que puede y no puede hacer, un código que es restrictivo y cauteloso porque todas las precauciones ante el poder que viene de arriba son pocas. Su capacidad para escribir o crear dilemas que luego le expliquen es demasiado evidente como para ignorarla confiadamente.

Un gobernante puede tener dudas personales, cómo no, sobre si respetar o no esos límites que el Estado de Derecho le impone en un caso concreto. Pero si las tiene, la salida para él es nítida: debe dimitir y abandonar su cargo, puesto que se siente incapaz de cumplir con sus exigencias. Lo demás, tal como hablar a tontas y a locas de asesinatos y la ‘ética de la responsabilidad’ no es sino eso: charla sin fundamento. Sin fuste, decimos en Bilbao.

José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 17/12/2010