La mentira forma parte inevitable del repertorio de un presidente que sitúa sus objetivos políticos de signo autoritario por encima de las consideraciones legales. Tal y como le explicara quien fuera mano derecha de Fraga en un libro que recibió y difundió entre los suyos con entusiasmo sobre «la guerra asimétrica», el terrorismo, y a modo de ejemplo supremo el terrorismo islámico, son los únicos adversarios eficaces del imperialismo norteamericano.
La muerte en 2008 de Raúl Reyes, ministro de Exteriores de las FARC, por una operación militar en territorio de Ecuador, tuvo como consecuencia la ocupación de importantes documentos. Uno de ellos era un memorándum dirigido al entonces mandamás, Tirofijo, que el hoy presidente Juan Manuel Santos reproduce en su libro Jaque al terror. Daba cuenta de dos conversaciones mantenidas en el palacio presidencial de Caracas por dos altos dirigentes de la organización terrorista colombiana con Hugo Chávez, donde este anunciaba su decisión de ayudar a las FARC, tanto desde el plano logístico como en la arena internacional. «Nos necesitamos mutuamente», aclaró, amén de solicitar una foto al lado de Tirofijo. Su papel sería, de un lado, lograr que las FARC fueran reconocidas como «actores políticos» por más países y de otro garantizar protección a guerrilleros eventualmente liberados por canje: «darles trabajo, tierra, estudio, salud, y si se quieren volar que se vuelen», esto es, nada se opondría a que tomasen las armas de nuevo en Colombia.
Al igual que ahora, Chávez puso el grito en el cielo contra el informe de la Interpol que validó los documentos, hablando de «circo», de «payasada», de «innoble» por llamarse Noble su signatario. Y protestando porque las FARC fuesen calificadas de terroristas. De hecho, aún hace pocas semanas no dudó en lamentar con sordina la muerte de su líder militar, el Mono Jojoy. Pero importa sobre todo la autoría de esa declaración de alianza, con un sello imborrable, ese «si se quieren volar que se vuelen», simétrico del «si no pueden pagar que no paguen», con que el mismo Chávez me explicó hace años en Madrid su política de venta de petróleo subvencionado a Cuba.
En consecuencia, la mentira forma parte inevitable del repertorio de un presidente que sitúa sus objetivos políticos de signo autoritario por encima de las consideraciones legales. Tal y como le explicara quien fuera mano derecha de Fraga en un libro que recibió y difundió entre los suyos con entusiasmo sobre «la guerra asimétrica», el terrorismo, y a modo de ejemplo supremo el terrorismo islámico, son los únicos adversarios eficaces del imperialismo norteamericano. Es de agradecer que al verse pillado Chávez hable de los etarras como «criminales sanguinarios» -¿qué era el Mono Jojoy?- y niegue toda relación con ellos, solo que antes su embajador en Madrid sugirió que las declaraciones de los dos terroristas no habían sido obtenidas «voluntariamente». Pero los hechos están ahí y es de nuevo significativo que el enfado de Chávez se dirija contra quienes confesaron durante el interrogatorio. Ni el adiestramiento de etarras en Venezuela, país bajo vigilancia generalizada, resulta posible sin la tolerancia de las autoridades, ni han servido de nada las actuaciones judiciales españolas para que sean atendidas sus solicitudes de extradición, o se controle a los etarras, antes de que «si se quieren volar, que se vuelen», tal y como sucediera en el pasado. Rubalcaba puede rizar el rizo, pero todo apunta a que lo razonable es «sospechar» e «imaginar» una protección culpable de Chávez. Esperemos que tantas reverencias sirvan de algo.
Porque además otros datos indican que Chávez nos distingue con su particular atención. Por una de las sorpresas que da el viejo topo, el asesoramiento ideológico que inicialmente recibiera del peronista antisemita y antiamericano Norberto Ceresole, cedió paso al fichaje de izquierdistas españoles en busca de autor, encantado Chávez de que alguien le propusiera un «socialismo del siglo XXI» donde al anticapitalismo sumario y a la trivialización de la experiencia soviética se unieran una devaluación de la democracia al servicio del populismo, el antiamericanismo y la denuncia de esos medios de comunicación antichavistas que según esta versión no defienden la libertad, siervos de los poderes económicos. Es «la mediocracia» que nuestro hombre aspira a suprimir. A Chávez le incomoda además que la crítica de su régimen venga de una procedencia inequívocamente democrática; de ahí que su representante en Madrid llegase a promover recientemente un intento de movilización de sus huestes hispanas contra «la línea editorial» de quien encarnaba esa actitud. Las firmas serían luego entregadas en ofrenda a Chávez.
Las integran grupúsculos radicales que a la sombra del antiimperialismo chavista promueven una indianización de la izquierda para llegar a ser efectivamente revolucionaria. Denominador común: antidemócratas, visceralmente opuestos a la libertad de expresión y con una notable vocación de trepa institucional. Terrorismo: no condena. De momento, una minúscula cabeza de puente bolivariana, orientada hacia un fascismo rojo. No obstante, los sucesos violentos de Barcelona el 29-S nos recuerdan que nunca cabe menospreciar al huevo de la serpiente.
Antonio Elorza, EL PAÍS, 9/10/2010