LIBERTAD DIGITAL 08/09/13MIKEL BUESA
Agosto siempre deja, entre las numerosas serpientes de verano que pueblan los periódicos durante su parsimonioso transcurrir, alguna noticia que suscita la reflexión política. La de la txupinera de Bilbao -elegida este año, como todos, entre las destacadas personalidades del elenco abertzale próximo a ETA- es, desde mi punto de vista, la que merece un postrer análisis antes de que nos adentremos en el turbulento acontecer del nuevo curso político.
Aclaremos de entrada que la txupinera, lo mismo que la Marijaia, son personajes neotradicionales, inventos nacionalistas destinados a suscitar los sentimientos patrióticos durante las fiestas de agosto que, en Bilbao, se conocen como la Semana Grande. Digo «neotradicionales» porque apenas cuentan con tres décadas y media de existencia y carecen de cualquier apoyo en las tradiciones festivas del bocho -o sea, de la villa vizcaína, tal como se la conoce desde antiguo, según dejó documentado el profesor de Deusto Josu Gómez Pérez en un interesante artículo publicado en la revista Oihenart que edita Eusko Ikaskuntza-. El caso es que a finales de los años setenta del siglo pasado, con estos personajes y otras innovaciones, las fiestas de Bilbao dejaron de ser la reposada y culta referencia de una ciudad burguesa, reflejo de sus tradiciones liberales, para pasar a expresar el idealizado universo rural de los boronos del Duranguesado que tan caro es al mundo abertzale. Y ni que decir tiene que éste, en su versión terrorista, se hizo rápidamente un hueco para proyectar su ideología desde la plataforma festiva.
Lo de este último agosto no ha sido, por ello, sino un episodio más del aprovechamiento que año tras año, desde la izquierda abertzale, se hace del ambiente festivo para ocupar el espacio simbólico de la política. En esta ocasión, el protagonismo lo ha obtenido la txupinera Artola gracias a su desobediencia de la prohibición de actuar que emitió, poco antes del comienzo de la Semana Grande, el juzgado de lo contencioso-administrativo de Bilbao. Artola demostró así que la insumisión al Estado es perfectamente posible en la España actual sin que ello tenga consecuencias de ningún tipo, al menos de momento, en el plano personal. Y su demostración aportó una victoria a la insurrección vasca que se propugna desde el movimiento que tutela ETA.
Que se haya producido esa victoria, tal vez pírrica, pero victoria al fin, plantea varias cuestiones relevantes en el plano político. La primera es, sin duda, a quién cabe atribuir el desencadenamiento de los acontecimientos. Alguien dirá que a los regidores del Ayuntamiento de Bilbao por dejar que la elección de la txupinera quede en manos de un grupo de comparsas dominado por los epígonos del terrorismo. Pero se equivoca, pues la verdadera oportunidad para la rebelión simbólica no la proporciona un nombramiento ajustado al reglamento municipal, sino el hecho de que éste haya sido impugnado nada menos que en la vía contencioso-administrativa. Y tal desatino sólo cabe atribuirlo al delegado del Gobierno en el País Vasco.
Digo «desatino» porque si de lo que se trataba es de un asunto relacionado con el menosprecio o la humillación de las víctimas del terrorismo, entonces lo pertinente era acudir a la acción penal, no en vano el código aplicable en ésta ha definido un delito específico sobre dicha materia. Claro que, seguramente, ningún juez de instrucción de la Audiencia Nacional se avendría a considerar que nombrar a una persona con antecedentes políticos vinculados al nacionalismo radical para que prenda fuego a un cohete y se pasee por el ferial vestida con casaca y txapela de inspiración carlista pueda ser calificado de delictivo. De ahí que el señor Urquijo tirara por la vía de en medio y se encomendara a un juez de lo contencioso que, para quitarse el molesto problema de encima, suspendió el nombramiento de la txupinera y se olvidó del asunto. Un asunto que, por lo demás, como es habitual en los pleitos administrativos, acabará resolviéndose dentro de tres o cuatro años, pues tal es la diligencia con la que proceden los funcionarios de esa jurisdicción.
El caso es que, en efecto, el juez se olvidó del tema hasta el punto de que no le ha parecido pertinente actuar para que su resolución fuera obedecida. Surge así una segunda cuestión política que apunta al desmoronamiento de un Estado que se muestra incapaz de hacer cumplir las decisiones del Poder Judicial. Pues no olvidemos que el juez, cada juez, en el cumplimiento de su función jurisdiccional, encarna y hace realidad ese poder del Estado. Y lo que el asunto de la txupinera manifiesta es que tal poder es como un azucarillo que se disuelve en la ría del Nervión: no es nada, porque nadie -ni el juez mismo- está dispuesto a apuntalarlo, a afirmarlo, a hacerlo valer. Señalemos como nota adicional a este respecto que el Consejo General del Poder Judicial no ha dicho esta boca es mía -pues no parece que quiera ocuparse de cuestiones menores como esta, aunque pongan en cuestión la existencia misma del poder del Estado- y que, por si acaso, el presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ya se ha puesto en posición para abstenerse o ser recusado si el tema acaba llegando ante tan alta instancia, haciendo una insensata declaración en la que prejuzga los hechos.
Claro que no son sólo los altos funcionarios los que meten la pata en este tipo de negocios. También lo ha hecho la presidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, quien, emulando a la que es seguramente su mentora política -me refiero a la diputada Díez, autora del prólogo a la única obra publicada por Ángeles Pedraza-, hizo unas disparatadas declaraciones en las que, a partir del asunto de la txupinera, acabó concluyendo que «va a terminar habiendo un enfrentamiento total entre las víctimas del terrorismo y los defensores de la banda [ETA]». Dijo también que tal confrontación será «no sólo moral sino física». Y aseguró su apreciación señalando que «ya que nadie defiende a las víctimas del terrorismo, el enfrentamiento que no se ha producido durante cincuenta años, va a tener que llegar». En resumen: de la txupinera a la guerra civil.
¿Qué se concluye de todo esto? Pues está claro: ¡chupi la txupinera! El radicalismo abertzale no pudo hacer mejor elección del tema, del personaje y de la actriz que lo representa. Puso la carnada en el anzuelo y, uno tras otro, sus oponentes fueron picando para acabar sirviéndole a ETA un triunfo, de momento simbólico, en la senda de su proyecto insurreccional. ¡Amén y viva España!