IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS

  • La cuestión territorial ha provocado un desplazamiento hacia posiciones más cerradas de parte de la generación de la Transición en un movimiento que ya se ha repetido varias veces en la historia de España

A lo largo de la historia española se observan momentos en los que las élites políticas e intelectuales del país se vuelven conservadoras y renuncian a los principios fundacionales que ellas mismas consagraron. Intentaré convencerles comparando la evolución de dos periodos constitucionales muy lejanos entre sí, marcados por dos fechas emblemáticas, 1812 y 1978.

Durante la guerra de Independencia, los liberales españoles consiguieron que se convocaran unas Cortes unicamerales que encarnaban la soberanía nacional. Elaboraron entonces la primera constitución liberal española, la de 1812. No fue quizá una Constitución plenamente coherente (no admitía el principio de tolerancia religiosa, protegía los derechos individuales de forma tibia y trataba de legitimarse entroncando con la tradición monárquica medieval), pero supuso un avance histórico y desmontó buena parte del sistema político y económico del absolutismo.

Finalizada la guerra en 1814, Fernando VII acabó con aquel experimento. Dio marcha atrás y restauró el antiguo régimen, aunque no pudo destruir del todo la semilla liberal, que brotaría de nuevo en 1820. El precio que pagaron por su empeño los liberales llamados “doceañistas” fue muy elevado. Unos fueron encarcelados, los más marcharon al exilio, sobre todo a Francia y a Inglaterra. La represión y persecución de los liberales fue implacable.

En el Trienio Liberal (1820-23), muchos doceañistas ya no eran los mismos. A pesar del castigo sufrido y del trauma del destierro, sus ideas políticas se volvieron más moderadas. Si una década antes habían constituido una especie de vanguardia, ahora empezaron a cuestionarse algunos de sus compromisos originales. Políticamente, pronto fueron sobrepasados por aquellos a los que se llamó “exaltados”. Así, los doceañistas se replantearon la idea de soberanía nacional, que juzgaban peligrosa, pues podía estimular proyectos radicales y animar a las masas a participar en los asuntos públicos. Bajo el fuerte influjo de los liberales conservadores franceses (los “doctrinarios”) o del reformismo británico, renunciaron al “racionalismo político” de los filósofos franceses de la Ilustración en beneficio de formas de legitimación basadas en la tradición política española. Era preciso, a su juicio, moderar algunos de los “excesos” contenidos en la Constitución de Cádiz y admitir que el monarca era tan soberano como lo podían ser las Cortes. En lugar de intentar desarrollar plenamente el potencial transformador de aquel texto pionero, prefirieron recoger velas.

Tras la muerte de Fernando VII en 1833, una parte considerable de los doceañistas que seguían activos fueron engrosando lo que acabaría siendo el partido moderado, que, en muchos sentidos, fue un freno al desarrollo político y económico del país. Estamos hablando de políticos importantes, como el Conde de Toreno, Antonio Alcalá Galiano o Francisco Martínez de la Rosa, por citar a unos pocos. Incluso uno de los liberales más audaces de su tiempo, Álvaro Flórez Estrada, quien en su propuesta constitucional de 1809 escribió que “todos los males de las sociedades no tienen, ni pueden tener otro origen que la desigualdad de las fortunas y de las condiciones”, acabó entre los fundadores del partido moderado en los años treinta.

Pues bien, ¿acaso no se aprecia un patrón similar en la generación que vivió y protagonizó con grados variables de intensidad la Transición a la democracia? Haciendo abstracción de todas las diferencias entre dos periodos históricos tan alejados en el tiempo, ¿no hay algo llamativamente parecido en la evolución que ha tenido una parte importante de esa generación? Muchos políticos de la UCD acabaron en el Partido Popular, es decir, en una derecha más intransigente y menos pactista procedente de la Alianza Popular de Manuel Fraga. Aunque no deje de ser anecdótico, al menos dos ministros de los gobiernos de Adolfo Suárez están en Vox. En cuanto a quienes militaban en la izquierda o la extrema izquierda en los años de la Transición, muchos se fueron moderando, como es lógico, adoptando ideas socialdemócratas o liberales, pero algunos han hecho el recorrido completo y han desembarcado en la derecha más desacomplejada. Incluso dentro de las propias filas del PSOE, las posiciones políticas adoptadas en la actualidad por algunos históricos dirigentes del partido producen asombro por el contraste con lo que defendían hace cuarenta años.

Si miramos más allá de la política, en el periodismo y la intelectualidad, los casos son numerosísimos. Hemos visto a ilustres pensadores pasar de un comunismo rocoso en los setenta del siglo XX a coquetear con la tesis de la extrema derecha. Entre los periodistas más agresivos y conservadores del presente, hay muchos que apostaron por el progresismo en su juventud y fueron entusiastas de los primeros gobiernos de Felipe González. En este periódico hay autores que llevan décadas firmando artículos, de manera que puede reconstruirse con detalle una evolución desconcertante, desde las ideas más radicales y rupturistas en los años ochenta hasta las posiciones rabiosamente reaccionarias de su fase de madurez. Con independencia de si se simpatiza más con unas o con otras, o con ninguna, lo verdaderamente interesante es tratar de entender que algo así pueda suceder.

Resulta habitual que las personas, con el paso del tiempo, se vuelvan más moderadas en general, aunque cuando se trata de ciclos históricos como los de la generación doceañista o la generación de la Transición, cabe pensar que operan factores más profundos. Parece haber algo en la política española que empuja a sus protagonistas a acabar abrazando posturas escépticas, entre la resignación y el desengaño, asumiendo que los proyectos iniciales no fueron sino fruto de una cierta inconsciencia juvenil.

En el caso de la generación de la Transición, creo que lo que ha propiciado el desplazamiento hacia el conservadurismo ha sido fundamentalmente la cuestión territorial o nacional. Si hay algún debate que en España despierta las peores reacciones, es el territorial. Así, son numerosas las personas que en un momento de su vida han tenido una especie de click interno que les lleva a replantearse sus convicciones originales a propósito de este asunto. Terminan abandonando toda ilusión de integración entre territorios y naciones diversas y concluyen que el problema es que hemos sido demasiado comprensivos y generosos, que esto solo se arregla actuando resolutivamente, sin contemplaciones, estableciendo una confrontación definitiva y total con quienes reclaman reconocimiento nacional, protección de su lengua, transferencias autonómicas y todo lo demás. El diagnóstico viene a ser que cedimos demasiado en la fase constituyente, que fue un error no haber plantado cara desde el principio a las reivindicaciones territoriales. Lo que aparece como desencadenante de muchas de las evoluciones conservadoras a las que me he referido antes es justamente esa especie de hartazgo, de “hasta aquí hemos llegado”, que obliga a cortar con todos los demás principios que acompañaban a la actitud integradora hacia los nacionalismos.

De manera parecida a como los doceañistas que se volvieron moderados no aprovecharon el potencial que tenía su propia obra, la Constitución de 1812, buena parte de las élites de la Transición también han abandonado algunas de las potencialidades que encierra la Constitución de 1978 y, más en general, el periodo político en que esta se encuadra. En cierto sentido, y teniendo en cuenta las limitaciones del momento, la política fue, durante aquellos años, más inclusiva y eficaz que lo que ha sido después. Se hicieron cosas (desde la operación Tarradellas hasta la negociación con ETA político-militar) que hoy resultarían absolutamente inconcebibles. Las élites de entonces tenían una actitud más aventurera y exploratoria. El desengaño y el conservadurismo posteriores han hecho el sistema más cerrado y también más sofocante.