ABC 10/04/16
LUIS VENTOSO
· Sánchez debería haberse ido en la noche de su descalabro electoral
UNO de los indicios de que la democracia española es todavía un poco púber radica en el escaso respeto de los políticos ante las decisiones de los votantes. Un aspirante a la presidencia de Estados Unidos, por válido que sea, si es derrotado queda fuera de juego para siempre. Las cunetas están llenas de Al Gores. El pueblo soberano ha hablado, debe ser escuchado y no tiene sentido que se enroque como líder quien no ha merecido su confianza. Esa misma regla de oro provocó en mayo, en el Reino Unido, las dimisiones instantáneas del líder laborista Ed Miliband y el liberal Clegg, en la propia madrugada electoral. El fracaso obliga a echarse a un lado y dejar que otro lo intente. Si Miliband se hubiese atornillado, sus compañeros lo habrían rociado con «3 en Uno».
En España, por desgracia, las cosas no funcionan así. En 21 de diciembre, Izquierda Unida se quedó en el chasis bajo el liderazgo del locuaz joven valor Alberto Garzón. Perdió casi la mitad de sus votos. Sus diputados caben ahora en una bici tándem, pues son dos. Pero el tal Garzón no se dio por aludido. Es más, con jeta de hormigón armado nos atiza cada día unas insufribles lecciones magistrales desde los telediarios. ¿En qué se basa la autoridad moral de un político del que los votantes no quieren saber nada? ¿Por qué un candidato que no ha rascado pelota reconviene con tal suficiencia a los simpatizantes del partido más votado? ¿Por qué se concede tal bola mediática a un tío que en realidad no pinta nada? Enigmas de la joven democracia española.
Todo lo anterior se exacerba con la extravagante peripecia de Sánchez. En una democracia avanzada, debería haber dimitido en la misma noche electoral, cuando sumió al PSOE en el mayor descalabro de su historia. Su resultado acredita tres cosas irrefutables: que es un pésimo candidato, que los españoles no le ven madera de presidente y que ni siquiera muchos votantes socialistas tradicionales confían en él. Pero a diferencia del decoro elemental que mostró Almunia, Sánchez se clavó a la poltrona como una chincheta. Ese fue su primer error. El segundo llegó con el disparate ególatra de pretender ser presidente sin escaños ni aliados de peso para otorgar estabilidad al país. Todo afeado además por un desprecio chuleta hacia su adversario, casualmente el ganador de las elecciones. Le han faltado votos y también educación.
Hemos perdido el tiempo de manera absurda con el circo de tres pistas de un candidato vapuleado, pero enamorado de sí mismo. Concluye por fin lo que solo fue el cuento del rey desnudo. Todos, de Susana a Felipe, pasando por el taimado Rubalcaba o los razonables presidentes de Asturias y Extremadura, sabían desde el principio que el culebrón multinegociador era solo la pataleta de un muchacho que no quiere hacer lo que le toca: irse a su casa y tratar de buscarse otro empleo. Tan cansino se había tornado el enredo que el viernes, cuando todo estalló, lo único en realidad sorprendente fue ver que Antonio Hernando se había comprado unas gafas pop de montura azul eléctrica. Por ahora, el único cambio de la Nueva Política.