FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
Receptivo a la admonición sacerdotal, el buen turista se deshizo en disculpas justificándose en que creía que nadie podría verle a esa altura de la costa. No obstante, le prometía que la próxima se retiraría un par de millas más. Al cabo de una semana, el visitante volvió a toparse con el clérigo. Seguro estaba de que las castas parroquianas, pero bastante alcahuetas, habrían apaciguado su solivianto al habérselo quitado de su vista. Pero cuál no sería su asombro cuando le espetó: «¡Ay! Todavía ayer volvieron a suplicarme que interceda de nuevo con usted. Es cierto que se zambulle en una zona más apartada. Pero, aun así, le siguen avistando con un anteojo de larga alcance». Con ellas, no había manera, salvo coger el petate y borrarse de la faz del pueblo.
Aquel joven en cueros, independiente de donde se sumergiera y del trecho que pusiera de por medio, siempre incomodaría a aquellas meticonas, podía ser Albert Rivera atendiendo a su actual circunstancia política. No ya porque se fotografiara sin ropa en el cartel que le dio a conocer como candidato veinteañero en los comicios catalanes de 2006. Primordialmente porque, al margen de donde se ubique, acostumbra a ser objeto de críticas por muchos a los que jamás contentará. Si vira, bromean con que es un veleta al albur del momento y, si se planta, por no comulgar con las ruedas de molino, le atizan por inflexible y desconectado de la realidad. Palo si boga y palo si no boga, como en la fábula de Esopo del molinero, el hijo y el asno.
A diferencia de aquel veraneante, el presidente de Ciudadanos no es sólo víctima de la doble moral y de la hipocresía –la calle más larga del mundo porque empezó con la existencia y acabará con ella, según Quevedo– de sus cotillas vecinas, sino de un intento de acoso y desestabilización parejo en su índole al de Adolfo Suárez al frente de la UCD, lo que desataría su caída y extinción consiguiente del partido-guía de la Transición a la Democracia.
Más allá de su criticada condición de partido veleidoso que se ha hecho proverbial entre sus detractores con una gran parte de la culpa achacable –todo hay que decirlo– a la propia formación por sus inconexos pactos, o sus giros de un punto cardinal a otro, Cs está siendo estas semanas pararrayos de la radiactiva tormenta desatada en su contra desde sectores políticos, empresariales y mediáticos que le reclaman que le dé a Pedro Sánchez aquello que el presidente en funciones no está dispuesto a propiciar, esto es, la abstención sin contrapartida a un aspirante resuelto a renovar la investidura Frankenstein con los compañeros de viaje que hace un año –podemitas e independentistas– desalojó a Rajoy de La Moncloa. Fiado a esa alianza, el PSOE refrenda acuerdos en ayuntamientos y autonomías tras las elecciones administrativas del 26 de mayo, y apalabra la reinvestidura Sáncheztein.
El rapto de Navarra por el nacionalismo, bajo una presidenta socialista títere como María Chivite, jalona la traición al constitucionalismo y también, por qué no decirlo, a quienes sacrificaron su vida a esta causa. Entre ellos, muchos socialistas a cuyos familiares habrán helado la sangre, como aventuró la madre de los Pagaza en su premonitoria carta a Patxi López. En su ambición de poder, el PSOE se somete a las horcas caudinas de Bildu. Merced a ello, el brazo político de ETA es maquillado por un PSOE que habilita a un asesino confeso como Otegi, como el jueves en TVE, inhabilitado por la Justicia.
No se dirimía una cuestión de libertad de expresión, sino cómo se supeditan los instrumentos del Estado a los intereses de un presidente en funciones que devalúa la Abogacía del Estado a la condición de Abogacía del Gobierno y que presiona al Tribunal Supremo para que dicte una sentencia sobre la tentativa de golpe de Estado del 1-O que favorezca una solución política. Con un proceso separatista en marcha, Sánchez usa como correvedile al buscón don Zapatero, menos digno que el pícaro quevediano. Transita de reunirse en un caserío con Otegi a telefonear a la cárcel a Junqueras, cuando le dejan tiempo sus servicios a la satrapía de Maduro. Nadie supondrá que Zapatero es un espontáneo que va por libre. Allana lo que está por venir. Si Zapatero legalizó al partido de ETA con sus trapacerías con el Tribunal Constitucional, donde consumó las injerencias que hoy perpetra con el Supremo, y Sánchez lo legitima para valerse de sus escaños en Pamplona y Madrid, ahora se legitima el 1-O y pronto se legalizará parte de sus demandas para que no precisen volver a hacerlo, como alardearon en su alegato ante el Supremo.
Todo ello a expensas de que Sánchez resuelva su porfía con Pablo Iglesias por empotrar ministros de Podemos en un Ejecutivo de coalición, como en Valencia o en Baleares. Pero Sánchez lo rehúye como gato escaldado por su mala venta en Europa, así como porque el PNV no desea ser pagafantas de una entente nociva para una economía al ralentí. A la captura de los 53 escaños que le faltan, Sánchez cimenta su reinvestidura con el PNV. Habiendo sido palanca de la catapulta que propulsó el golpe de mano contra el PP, el PNV es ahora el tractor –debe ser con el remolcador que le prestó el incauto Rajoy a Aitor Esteban– de la abstención del eje ERC-Bildu y tal vez del partido del prófugo Puigdemont (Junt per Cat) para revalidar a Sánchez.
Pese a este correlato que habla por sí solo, una epidemia de miopía tan contagiosa como la que el Nobel Saramago retrata en su Ensayo sobre la ceguera se apodera de sectores empeñados en negar esta verdad incómoda y dispuestos a alimentar el prejuicio. «Cuando los hechos y los datos cambian, yo cambio de opinión, ¿qué hace usted?», se preguntaba Keynes aludiendo a la ceguera de las élites de su tiempo. «Nunca ocurre –sentenciaría– lo imprevisto, sino lo no pensado».
Es evidente que, aun habiendo hecho campaña contra Sánchez, lo que premió el electorado al mejorar su representación de 32 a 57 diputados, el principio de realidad hubiera forzado un acuerdo del partido naranja con el PSOE, de igual modo que el PSD se replanteó su negativa a la gran coalición tras hacer bandera de lo contrario. Pero, al escrutarse las urnas, entendió que era la fórmula que mejor garantizaba la estabilidad en un momento peliagudo para la locomotora europea. Es más, si Sánchez hubiera rescatado el centón de folios del malogrado Pacto del Abrazo suscrito con Rivera en 2016, cuando la suma de votos no daban para la mayoría que hoy sí dan, y lo hubiera puesto sobre la mesa como base de entendimiento, es palmario que Rivera no le hubiera quedado otra que dar su consentimiento.
Pero Sánchez ni lo ha hecho ni ha querido caminar en una dirección que hubiera sido la más adecuada para España. Al contrario, debiendo elegir entre Cs y el PNV, ha preferido a los segundos, quienes –conviene recordarlo– dejaron tirado a Rajoy para que no saliera adelante una moción de censura instrumental para convocar elecciones inmediatas, como argüía Rivera para aprovechar la debilidad extrema del PP tras la sentencia de Gürtel que amortajó a Rajoy. Así, Sánchez marcha al encuentro de quienes quieren demoler el régimen constitucional de 1978 –hacha etarra incluida– y fragmentar su integridad territorial. Temerario, reanuda la estrategia suicida que Zapatero hubo de interrumpir en 2011 por la crisis económica y que Sánchez paralizó para que su claudicación de Pedralbes ante Torra no frustrara su necesidad imperiosa de refrendar en las urnas lo conseguido por un atajo.
En 2016, Sánchez buscó a Rivera para edulcorar un pacto a tres con Podemos, pero la avaricia de Iglesias por dar un sorpasso al PSOE le hizo romper el saco, y tres años después lo hace para culparle de tener que echarse en brazos de sus socios de moción de censura. Como si fuera ajeno a su voluntad lo que persigue con denuedo. Una estratagema tan burda como eficaz, como se aprecia en el sondeo de este domingo de EL MUNDO, en una modernidad, más que líquida, como estableció Zygmunt Bauman, gaseosa.
Después de acusársele con reiteración a Peter Pan Rivera de no sacudirse del síndrome que impide aceptar las responsabilidades propias de la edad adulta y de no saber qué deseaba ser de mayor, en cuanto ha tratado de sustanciar un proyecto que no se limite a ser un partido bisagra –lo que tiene su sentido en un bipartidismo imperfecto como el que ha disfrutado España desde la restauración democrática, pero no entre bloques difíciles de cohesionar entre sí a causa de la fragmentación–, el líder naranja afronta la mayor crisis de su partido desde su fundación.
Si ya es espinoso asentar una fuerza política en las arenas movedizas del centro político, en medio de la confluencia de la derecha y la izquierda –CDS y UPyD lo padecieron–, Rivera experimenta una campaña de desestabilización del PSOE que martillea un eslabón clave del centro derecha para que no se conforme una oposición sólida y con posibilidades de reemplazarle en La Moncloa, así como la incomprensión de quienes se han erigido en sector crítico por razones más o menos confesables. Estos últimos no terminan de entender que, en este brete, la cosa no va de liberales o socialdemócratas, sino de cómo frenar al independentismo y al neocomunismo populista, razones de ser de los naranja. Quién no entienda que ahí estriba el quid de la cuestión es porque no quiere ver lo que tiene delante o enreda para desviar la atención.
Así, cual tormenta perfecta, confluyen en su contra, como pieza a batir, desde Macron movido por Sánchez a Valls tras la fallida operación conjunta para conquistar la Alcaldía de Barcelona, pasando por algunos padres fundadores de la formación que primero se opusieron a que se constituyera en partido, limitándose a ser una especie de corriente de opinión constitucionalista que sujetara la deriva nacionalista del PSC, y luego a que saltara de los límites de Cataluña, y acabando con la salida de miembros de su ejecutiva como el diputado Toni Roldán, hijo de un histórico del PSOE como Santiago Curri Roldán y hoy bajo la égida profesoral de Francesc de Carreras y política de Luis Garicano.
En definitiva, una conjunción variopinta que, a resultas de ello, forjaría un orden político que eternizara al PSOE con su cohorte de socios, reduciendo el papel de la oposición a testimonial, de modo que se debata entre la impotencia y la condena moral.
Atendiendo a algunos episodios y protagonistas, viene a la memoria cómo el PSOE erosionaba a Suárez gracias a la labor de zapa de los barones-termitas de la UCD. Era la época en que el ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordóñez, gran modernizador de España por otra parte, se ausentaba de los Consejos de Ministros para hacerle confidencias telefónicas al jefe de la oposición, Felipe González, del que luego sería ministro de Exteriores, y que aparecían en letras de molde en un conocido diario. Su compañero de gabinete, el liberal Joaquín Garrigues, gustaba decirle: «Paco, cuántas veces nos has traicionado hoy». Y Pacordóñez sonreía cual pillo cogido in fraganti en una travesura. De hecho, en la reunión con el Rey posterior a la dimisión de Suárez, González se ofreció a formar Gobierno, pese a que le faltaban casi 50 escaños para la mayoría absoluta y UCD tenía 40 más. Contaba con varios diputados tránsfugas de UCD, como Fernández Ordóñez, que pasó de director del INI con Franco a ministro de González. Tentativa que no hay que descartar por parte de Sánchez para maquillar su pacto de investidura.
En este desbarajuste, peor que ser una veleta, es perderla en el extravío de una España que no sabe por dónde le viene el aire. Para ello, en vez de coronarla con la silueta de un gallo francés, Rivera debe plantar un pararrayos que soporte los chuzos que le van a caer tanto con un Ejecutivo Sáncheztein como si hay elecciones. En un caso, para justificar la anomalía; en otro, para culparlo de ir otra vez a las urnas. Como aquel atribulado veraneante que no tuvo modo de que le dejaran en paz, por mucha que fuera su amabilidad e interés en congraciarse con quienes, si no alcanzaban a verlo desnudo con gafas, tiraban de anteojos.