EL CONFIDENCIAL 21/02/15
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
· El dato más llamativos del último barómetro de la ‘Cadena Ser’ consiste en que ninguna de las fuerzas políticas principales cuenta con apoyo de sus electores para pactar con los nacionalistas
¿Qué significado tiene eso de “la puta y la Ramoneta”? El articulista de La Vanguardia Marius Serra lo explicó muy bien en una columna publicada en 2012. Decía que la expresión remitía a una dualidad que podía traducirse como “seny y rauxa”, como “nadar y guardar la ropa” o “como tirar la piedra y esconder la mano”. Me permito una traducción más incisiva y, creo, igualmente justa: llevar la deslealtad, y no tanto el pragmatismo, al juego de la política.
Pensábamos que Pujol hacía política de Estado pero en realidad preparaba la construcción de un país para asaltar la independencia
Jordi Pujol hizo suya esa mala práctica en la que persistió durante veintitrés años. Pensábamos que hacía una política de Estado y en realidad estaba fomentando la construcción de un país preparándolo para asaltar la independencia. Había una “agenda oculta” en el nacionalismo catalán. Por una parte se colaboraba con el Gobierno del PSOE o del PP cuando no tenían mayoría absoluta y se lograban activos políticos para Cataluña (“peix al cove” o sea, pájaro en mano) y, de otra, se planificaba el “proceso soberanista”. El nacionalismo catalán de CiU tenía “el pie en dos zapatos”, expresión que también permite explicar lo que significa estar a “la puta y la Ramoneta”.
Pujol nunca quiso, aunque pudo, llevar a CiU al Gobierno español. Tanto con González como con Aznar, al que votó -lo mismo que el PNV- en la sesión de investidura tras las elecciones de 1996. Su compromiso siempre fue externo, desde el borde, interesado, nunca estadista e, insisto, con la perspectiva del tiempo, desleal. Tras su declaración de culpa del 25 de julio de 2014 y a la vista de la ejecución del plan independentista por su delfín, Artur Mas, podemos afirmarlo sin reserva. “Ahora paciencia, luego independencia”. Ese fue su lema apenas musitado y en ya en desarrollo pleno.
La emergencia de Ciudadanos -tanto en la encuesta de Metroscopia de El País como en el barómetro de la Ser que podría situarse en torno al 15% de los votos- garantiza no sólo que el Partido Popular dispone de una alternativa, sino también que el sistema de pactos en el Congreso podría obviar definitivamente el mercadeo con el que los nacionalistas han trajinado desde hace muchos años.
Los estrategas robotizados del PP parece que han lanzado la consigna de referirse a Ciudadanos por su denominación catalana (Ciutadans) creyendo que así disuadirían votos no catalanes a esta opción que presentó un avance de su programa –con gran éxito de público y buena crítica- el pasado martes en el Círculo de Bellas de Madrid, con Rivera y los economistas Luis Garicano y Manuel Conthe. El PP se confunde: nada mejor podría sucedernos que los dirigentes de Ciudadanos hablasen catalán y se proclamasen, como lo hacen, catalanes y españoles. Y nada mejor podría sucedernos -vista la deslealtad del nacionalismo catalán- que Ciudadanos sea la nueva bisagra parlamentaria en la Carrera de los Jerónimos. Así se acabaría con la política de “la puta y la Ramoneta”.
La organización de Rivera podría adquirir una doble funcionalidad: recoger a los desencantados del PP y librarnos del juego desleal de ‘la puta y la Ramoneta’
Una de las consecuencias de la convulsión política española estriba, precisamente, en la pérdida de influencia general de los nacionalismos periféricos, y del catalán en particular. Hubiese sido deseable, muy deseable, que se mantuviera, si ese nacionalismo, por reivindicativo que fuera, permaneciese, como parecía, dentro del registro de la constitucionalidad, sin plantear órdagos independentistas. La sociedad española -y la catalana, como veremos el 27 de septiembre si se celebran las elecciones catalanas- ha creado anticuerpos y generado sus propias alternativas. Ciudadanos parece, claramente, ser lo uno y lo otro. Podría haberlo sido con más potencia con UPyD, pero la opción se volatilizó y no parece ya posible que vuelva a plantearse.
Por consiguiente, la organización de Rivera podría adquirir una doble funcionalidad: recoger a los desencantados del PP -que son muchos, aunque también de otros partidos- y librarnos del juego desleal de “la puta y la Ramoneta” comportándose como un aliado fiel al sistema constitucional que ayude en la gobernación a quien corresponda en función de los resultados electorales. Puede ser paradójico pero constituye una justicia histórica: que desde la propia Cataluña surja una alternativa al papel que en el tablero nacional desempeñaba -y nunca volverá ya a hacerlo- Convergència i Unió.