Civilizados, tranquilos y asertivos

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • ¿Qué importa la filfa cuando uno acudió a Cibeles y le consta que estaba a reventar?

Circula por ahí una comparativa fotográfica que causaría sonrojo en la Delegación del Gobierno en Madrid si tal reacción fuera posible en una conmilitona de Tezanos, el embustero más desahogado del país. Su descaro sorprende al propio sector de la estadística, imperio del sesgo. La comparativa coloca unas imágenes de la infausta manifestación del 8M, la del gran contagio, y al lado otras de la concentración de anteayer. Ambas en Cibeles, con similar concurrencia. El mismo órgano que calculó 350.000 asistentes para la primera ha contado ahora 31.000. Pudo redondear la trola en 30.000; el millar de más se concede para que parezca que hay mediciones tras el camelo, especialistas, métricas pulcras.

Sigo desde antaño una regla puramente empírica; no se apoya en otra ciencia que la del plumero (el que le hemos visto demasiadas veces a los encargados de la desinformación oficial). Es así: cojo las cifras de la Delegación del Gobierno en Madrid ante demostraciones callejeras que no le complacen y multiplico por diez. Bingo. Tomo los números de la Guardia Urbana de Barcelona y los multiplico por veinte. Más bingo.

Pero, a fin de cuentas, ¿qué importa la filfa cuando uno acudió a Cibeles y le consta que estaba a reventar? Sobre el terreno comprobé las dimensiones de la reivindicación. Las peticiones fueron ciertamente extremas e inmoderadas: el respeto a la Constitución y la preservación de la integridad territorial de España. ¡Exaltados! Desde que el PSOE adoptó las ideítas y estrategias del PSC, reclamar respeto a la Constitución se considera antidemocrático.

En Cataluña era de risa, y supongo que lo sigue siendo: si invocabas la Carta Magna se te etiquetaba de peligroso fascista. Lo democrático y ‘assenyat’ en aquel ambiente envenenado, que se viene extendiendo como mancha de aceite por la piel de toro, era postular la desobediencia a la ley, denunciar la Constitución como corsé, adscribirse a las astracanadas del líder separatista de turno. O, caso de criticarlo, ser extremadamente cuidadoso, no fueran a creer que en el fondo no comulgabas con los principios comunes. Porque ser catalán era una ideología. Ergo si no eras nacionalista, simplemente no eras catalán. Tiene su gracia, dados los mimbres del sanchismo, que se acuse a los manifestantes del sábado de apropiarse los símbolos de España.

Hay algo que debería inquietar al régimen y sosegar al PP, tan rácano evitando apoyar el acto con la presencia de sus figuras más estimadas y relevantes. Ese algo es la absoluta tranquilidad del personal, la serenidad –rayana en el nirvana– que caracterizó a los manifestantes. Fue un plácido paseo al sol. Madrid era una fiesta. Se leyeron cuatro verdades como puños sin dar espacio a la improvisación de ningún orador (a diferencia de las grandes manifestaciones constitucionalistas de Barcelona en 2017). Y luego a casa, a comer. ¡Salvajes!