Cizañas

Ignacio Camacho, ABC, 13/3/12

Ocho años deberían ser suficientes para cicatrizar la herida del 11-M con un bálsamo de respeto, justicia y memoria

NO fue un buen día el 11-M, no. Tampoco los días y las noches que siguieron, el 12, el 13, el 14 incluso; fechas sobrecargadas de electricidad emocional, de miedo, de rabia, de rencores, de enconos; jornadas tristes de manipulaciones, de algaradas, de vilezas, de rumores, de verdades a medias y de mentiras completas. Estaban los muertos aún calientes, bajo las siniestras mantas de estaño allá en Ifema, con los teléfonos móviles crepitando todavía en sus bolsillos por las llamadas de angustia de sus deudos, y medio país andaba ya utilizando su tragedia para pelearse a muertazos con la otra mitad. No fue nuestro mejor momento; salió a flote la vieja España escindida, trincheriza, la España de los demonios y las culpas, la España de las otredades antagónicas: una España nerviosa, crispada, oportunista, zarandeada como nunca por los sempiternos caínes del terror. La larga historia reciente del crimen terrorista nos había hecho creernos entrenados para el dolor, pero sólo se trataba de una cuestión de escala. Fueron demasiados muertos juntos para mantener la serenidad.

Sin embargo, de eso hace ya bastante tiempo. Suficiente para que hubiesen cicatrizado las heridas con un bálsamo de lágrimas, respeto, justicia y memoria. Bastante para enterrar reproches y discordias. Se han depurado mal que bien responsabilidades políticas y penales y se deberían haber enfriado los prejuicios, las dudas, las ofuscaciones, las sospechas. A estas alturas sólo las víctimas tendrían que ser protagonistas de nuestro recuerdo; aunque sólo fuera porque nunca han acabado de tener el homenaje limpio de recelos que merece su involuntaria inmolación, porque sus inocentes vidas amputadas tienen derecho a un reconocimiento libre de convulsiones y de reproches y de desconfianzas. Y porque sólo ellas se dejaron aquel maldito día en los trenes todo lo que tenían y lo que eran y lo que podían ser y tener mientras el resto hemos seguido al fin y al cabo vivos, vivos para enredarnos en las secuelas de sectarismo de un debate sin fin que sólo ahonda con su fragor rencoroso el inmenso daño moral causado por aquel estampido de infamia.

Ocho años es suficiente. Ya está claro que nadie va a cambiar su propio relato prejuicioso, que cada cual ha asentado en su conciencia una versión del drama acomodada a sus convenciones ideológicas o a sus pulsiones emotivas. Pero es hora de dejar de manosear la efeméride a conveniencia de parte, de abandonar el rito enfermizo de la mutua perpetuación de la cizaña. Hora de acabar con el espectáculo de macabra hemiplejía memorial de este fin de semana. Quédese cada uno con su verdad incompleta o autosatisfecha, con sus improbables conjeturas o sus presuntas certezas, pero dejemos todos de una vez a los muertos en su paz. Basta ya de usarlos como pretexto para escenificar ante ellos nuestro eterno desencuentro de supervivientes.

Ignacio Camacho, ABC, 13/3/12