JUAN LUIS CEBRIÁN-ELPAÍS

  • El deterioro moral en el ejercicio de la política no es un fenómeno exclusivamente español. Tiene que ver con la crisis del sistema de representación en las democracias

Encabeza este artículo el nombre del mensual que Fernando Savater promovió al amparo de El PAÍS desde los años noventa, y en homenaje a su contribución a la historia de nuestro diario. Remedando al famoso ensayo de Kant, Crítica de la Razón Práctica, el título de la revista convocaba a la reflexión sobre el ejercicio de la voluntad y los valores morales. La prosa del alemán es enrevesada y algunas traducciones no muy buenas. Sin embargo, establece una máxima sobre la ética política casi inamovible desde entonces. “Lo obviamente contrario al principio moral —dice— es cuando la felicidad propia se convierte en motivo determinante de la voluntad”. Y añade que cualquier tramposo en el juego, aunque se enriquezca, debe despreciarse a sí mismo por inmoral y no enorgullecerse de su inteligencia o habilidad para ganar haciendo trampas. No creo que el presidente Sánchez haya leído a Kant, pero debería hacerlo.

En el barrizal de la discusión jurídica sobre el futuro de la ley de amnistía corremos peligro de olvidar el debate sobre lo más preocupante: la deriva inmoral de un Gobierno, cuyo presidente decidió pagar un precio por su investidura, en connivencia con prófugos de la justicia y delincuentes convictos y confesos, a cambio de poder mantenerse en el poder. Es lamentable que los portavoces de un partido democrático fundamental para la democracia española como el PSOE entonen de continuo la zarabanda de estupideces que se manejan en una discusión que versa sobre cualquier cosa menos sobre un proyecto político. No es hora de recapitular la cantidad de mentiras y despropósitos que el presidente y varios de sus ministros han difundido a cambio de un puñado de votos. Para asombro de la opinión pública, la ley de amnistía la están redactando los propios amnistiados y la presidenta del Congreso permite que se acuse de delincuentes, desde la tribuna del Parlamento, a los magistrados y fiscales que aplicaron justicia. Si la amnistía no tiene fundamento cívico, como en estas páginas recordaba recientemente Jordi Amat, es porque tampoco tiene fundamento moral. Ni por parte de quienes se benefician de ella, que no se declaran arrepentidos de sus delitos, ni por parte de quienes la conceden en un verdadero intercambio de favores. La suposición de que el motivo es mejorar la convivencia es toda una farsa. Lo que ha generado, en cambio, en contra del pretendido interés general es una confusión política y social sin precedentes en nuestro país desde el comienzo de la democracia. Sánchez pasará a la historia como el presidente que más ha dividido a los españoles, al frente de una impostada mayoría progresista que no es más que un sindicato de intereses entre sus miembros, a los que primordialmente une el reclamo del poder. También la imposición de sus particulares obsesiones ideológicas, a costa del ejercicio de la libertad.

Este deterioro moral en el ejercicio de la política no es un fenómeno exclusivamente español. Tiene que ver con la crisis del sistema de representación en las democracias, la profesionalización de los propios políticos, la traición de muchos de ellos a sus creencias en nombre de sus intereses, y el distanciamiento de las instituciones respecto a las necesidades y demandas de los ciudadanos. Que varios ministros, diputados y portavoces del actual Gobierno sean capaces de defender la impoluta constitucionalidad del proyecto de ley de amnistía, después de declarar lo contrario abiertamente días antes de las elecciones, es la prueba del poco respeto que guardan hacia sí mismos. Pero sin un mínimo de integridad moral en la toma de decisiones por parte del poder no ha de perdurar la democracia.