MANUEL LAGARES-EL MUNDO
La economía de los grandes países está frenándose y, aunque el crecimiento del PIB en España no vaya mal, tenemos graves problemas estructurales, que dificultarán una buena salida.
Cuando formulé aquellas predicciones algunos lectores amigos me hicieron llegar sus críticas por el pesimismo que de ellas se desprendía. Frente a mi aparente pesimismo creían entonces que la economía española continuaría a buen ritmo el proceso expansivo que había iniciado en 2014, lo que les daba pie a pensar que 2019 se cerraría con un crecimiento similar al de 2018. Algo menos optimistas en sus pronósticos eran por entonces la Unión Europea, el FMI y la OCDE, que ahora han profundizado en las citadas circunstancias y ya admiten un posible crecimiento del PIB español en 2019 de tan solo un 2,2%. Sin embargo, a finales de este año quizá ese crecimiento termine siendo menor, como parecen anunciar las cifras de la Contabilidad Nacional y del empleo para el segundo trimestre de este año que acabamos de conocer en estos días.
En todo caso, para frenar antes de que sea tarde la desaceleración que afecta a las mayores economías del mundo, el Banco Central Europeo ha suspendido, al menos hasta 2020, la decisión que ya tenía adoptada de finalizar las compras de activos como medio de introducir liquidez en el sistema financiero europeo. Esa vuelta atrás manteniendo tales compras supondrá nuevas inyecciones de liquidez en el sistema, lo que coadyuvará a que continúen manteniéndose bajos los tipos de interés. Por su parte, la Reserva Federal de Estados Unidos ha comenzado también la rebaja de sus propios tipos, después de casi una década subiéndolos cada pocos meses. Esos hechos refuerzan la idea de que probablemente se nos esté viniendo encima otra crisis, aunque no se refleje todavía suficientemente en las magnitudes económicas ni sus efectos hayan trascendido al conjunto de la población. Y, quizá por eso, quienes gobiernan los sistemas bancarios más importantes del mundo han comenzado a tomar medidas para contrarrestarla.
Caben pocas dudas de que la economía española está sufriendo un proceso de apreciable desaceleración, dentro de las malas perspectivas económicas que afectan a todas las grandes naciones, lo que refuerza la sensación de que estamos asistiendo al principio de una nueva crisis. Frente a una secuencia de crecimiento de nuestro PIB en términos reales del 3,8% en 2015, del 3,2% en 2016, del 3% en 2017 y del 2,7% en 2018, el crecimiento del 2,2% que pronostican por ahora los organismos internacionales antes citados, sólo podrá alcanzarse si en el tercer y en el cuarto trimestre de 2019 se mantiene un crecimiento igual al del segundo trimestre de este año (0,5%). Sin embargo, que España alcance un objetivo así no va a ser nada fácil, especialmente cuando los condicionamientos que anteriormente se han comentado están pasando con rapidez de meras posibilidades a lamentables realidades y cuando, además, nuestras especiales circunstancias políticas hacen que se tenga nula capacidad para implantar las reformas estructurales que se necesitarían para superar esa desfavorable coyuntura. Por eso están aumentando las probabilidades de que el crecimiento de la economía española en 2019 se sitúe sólo rozando el 2%.
Muchos pensarán que un crecimiento así de la producción española en 2019 quizá no sea un mal resultado comparándolo con las tasas que puedan alcanzarse en otros grandes países de Europa. Pero quienes opinan de este modo no perciben las graves carencias que afectan a nuestra economía respecto a los países más avanzados, pues generalmente esos países cuentan desde hace mucho con sistemas sindicales más sensatos que los españoles, que pretenden a estas alturas nada menos que terminar con la reforma laboral que ha permitido los éxitos alcanzados durante estos años por la economía española. Cuentan también con una estructura tributaria puesta al día y que impulsa la eficiencia empresarial frente a un sistema impositivo como el español, gobernado por principios caducos y pendiente de una reforma de fondo a la que nadie, pese a la existencia de propuestas bien definidas, ha sido capaz de enfrentarse hasta ahora. Tienen, además, una organización territorial que impulsa un gasto público más eficiente que el español, orientado hoy bastante más al servicio de intereses políticos locales que al de auténticas necesidades populares. Adicionalmente, cuentan con una enseñanza menos fragmentada y no tan distinta por regiones como la española, en donde quizá sobren elucubraciones teóricas en las nubes y análisis históricos que aportan poco mientas que faltan tanto una mayor valoración de las nuevas tecnologías como aproximaciones sensatas a las necesidades del mercado y de las empresas. También esos países, en su mayoría, cuentan con un sistema de pensiones bien fundamentado y no como el español, que está en quiebra técnica desde hace años y que, de seguir así, acabará devorando la financiación de otras muchas e importantes partidas del gasto público. Por último, y para no hacer interminable esta relación de desventajas, esos países suelen disponer de un suministro de energía a precios menores que los españoles y suelen estar mucho menos endeudados que España… Y así podríamos seguir enumerando las muchas ventajas estructurales de nuestros socios, ventajas ya adquiridas y que, sin embargo, en el caso de España deberían haber formado parte desde hace años de los programas gubernamentales más necesarios, pues sin ellas no podrá mantenerse a futuro el crecimiento de la producción, base del bienestar material.
SI LLEGARAa hacerse realidad esa nueva crisis que parece entreverse, seguramente nos alcanzaría con una economía estructuralmente pendiente de grandes reformas y, por tanto, parecida a la de comienzos de la crisis anterior pero con importantes desventajas. Entonces la deuda pública no alcanzaba ni el 36% del PIB y el Estado había tenido en sus manos activos empresariales valiosos que, puestos en el mercado, habían financiado hasta entonces muchas necesidades públicas. Hoy esos activos públicos empresariales ya se han vendido en su mayoría y, además, nuestra deuda pública tiene un volumen muy próximo al 100% del PIB. Hemos terminado con nuestro patrimonio público, estamos endeudados hasta las cejas, a nuestros políticos les encanta la idea de gastar sin topes ni mesura y no hemos hecho la mayoría de las reformas estructurales que necesitamos. Mientras, algunos de esos políticos resucitan conflictos territoriales artificiales que eran ya viejos y sin sentido en la alta edad media y que no van a solucionarse nunca por la vía que ahora pretenden, otros distraen al personal con la acreditada fórmula de pan y circo y todos subvencionan con generosidad a grupos y organizaciones que perdieron hace mucho el norte. Un panorama para que, de no tratarse de nuestro gran país y del bienestar de quienes lo habitan, entren ganas de bajarse en marcha.
Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.