Ignacio Camacho-ABC
- «Un político de perfil discreto y sereno ha descalabrado al sanchismo en su más sólido feudo. El éxito de Juanma Moreno reside en una gestión inclusiva, pragmática, que ha devuelto al PP su carácter de partido ecléctico. El resto lo ha hecho la catarsis de un bienio de fraudes e incumplimientos camuflados bajo el mantra del progreso. En Andalucía siempre han empezado los grandes vuelcos»
Un resultado electoral, fruto de millones de decisiones individuales, es un fenómeno demasiado complejo para admitir explicaciones unívocas aunque sea frecuente e inevitable la tentación ventajista de interpretarlo como expresión de una sola voluntad colectiva. No cabe por tanto atribuir a una única causa la histórica mayoría absoluta cosechada por el Partido Popular en Andalucía, inesperado terremoto sociológico cuya onda sísmica ha llegado hasta La Moncloa para sacudir los cimientos de la hegemonía sanchista. En el vuelco de la tradicional tendencia política andaluza confluyen razones como el desgaste del Ejecutivo de la nación, la mala aceptación de sus alianzas con separatistas catalanes o legatarios etarras, la pésima campaña diseñada desde Madrid para el candidato Juan Espadas o el descontento generalizado por la espiral inflacionaria, y todas ellas confluyen en la oleada de rechazo que le ha estallado a la coalición gubernamental en la cara.
Pero también confluye un inexcusable factor endógeno, interno, que es el éxito de la posición moderada, pragmática y ecléctica de Juanma Moreno, premiada con el aprecio de segmentos sociales e ideológicos diversos y capaz de concitar respaldo masivo en agrociudades y pueblos donde la izquierda había construido una especie de feudo que dominaba con un sentimiento de pertenencia aparentemente eterno.
Ese latifundio de poder, que parecía inmune incluso al cambio registrado en la Junta hace tres años y medio, ha sido conquistado por sorpresa en un movimiento de notable inteligencia estratégica. Una gestión inclusiva, responsable, transversal, serena, con toques autonomistas sin alharacas ni estridencias, se ha abierto paso bajo radar hasta disipar los prejuicios que durante décadas han pesado sobre la derecha, y ha convertido al PP en un partido ‘atrapatodo’, en una fuerza central de confluencia. Muchos electores habituales del PSOE, sobre todo en las localidades medianas y pequeñas, se han dado cuenta de que podían votarlo sin problema ni riesgo de destrucción de las estructuras de bienestar, y ante el alejamiento emocional de una izquierda sin rumbo han obrado en consecuencia. Es un voto prestado de gente que no está interesada en constructos de ingeniería ideológica, ni en batallas culturales, ni en memorias revanchistas, ni en conflictos con inmigrantes. Ciudadanos normales que no se reconocen en las obsesiones identitarias de la política ‘woke’, ni en el tremendismo alarmista de Olona, ni en la falta de palabra de Sánchez. Personas corrientes que no han percibido en ‘Juanma’ la arrogancia distante de un presidente sino la naturalidad, la empatía y la proximidad de un alcalde. Ésa ha sido la clave.
Y eso es lo que no han entendido sus rivales, que han desdeñado el factor humano para centrarse en los marcos de unas estrategias de salón diseñadas por asesores acostumbrados a la propaganda de redes sociales y a los debates minoritarios. El modelo endogámico, desapegado de la población y del territorio, ha desembocado en el descomunal fracaso de una maquinaria socialista que nunca había fallado ni perdido pie en ese plano, y en el estancamiento de un Vox cuyos cálculos sobredimensionados han encogido ante la caricatura estereotipada, casi folklórica, de su discurso bizarro. Moreno representa el triunfo de la normalidad y del realismo, el epítome del gobernante sensato a base de ser rutinario ante el que la dialéctica del enfrentamiento civil se ha estrellado. Quienes lo llamaban por su segundo apellido, Bonilla, en un ridículo intento de ningunearlo, han acabado en la cuneta bajo el impacto de un sorpresivo ‘bonillazo’.
Luego está, sí, el elemento reactivo. El desembalse del descontento acumulado en los pliegues de la opinión pública por el abuso agresivo de ese bloque de intereses sectarios reunidos bajo el paraguas del sanchismo. La orfandad de una ciudadanía desprotegida por su propio Estado y la necesidad de un retorno al institucionalismo cuando el horizonte español e internacional, socioeconómico y político, se llena de peligros. El temor a los experimentos y el hartazgo del bombardeo propagandístico. La demanda creciente de amparo sistémico contra la generalización de la arbitrariedad y el desgobierno. La catarsis, en suma, de un bienio de fraudes, engaños e incumplimientos camuflados bajo el mantra del progreso. Muchos andaluces llevaban tiempo esperando la oportunidad de expresarse en las urnas como lo habían hecho hace un año los madrileños, aunque los liderazgos de Ayuso y de Moreno discurran por cauces y estilos opuestos. Y el domingo sintieron llegado su momento.
La repercusión de esa sacudida de disconformidad, rayana en bastantes casos en la fobia, es obvia. El presidente no podrá esquivar por mucho que se esconda –y hasta ahora se ha escondido– las secuelas de esa derrota, que presentía pero acaso no en sus proporciones abrumadoras. Ha perdido de forma estrepitosa en la región donde su partido tiene una implantación y una base electoral más sólidas, y este revés, el quinto desde 2020, compromete seriamente su trayectoria y cuestiona sus posibilidades de permanencia en La Moncloa. El espacio de Podemos y sus mil variantes también se ha desplomado y ya sólo los pactos con los nacionalistas lo sujetan en el cargo. En esas condiciones le va a resultar muy complicado revalidar el mandato; un batacazo de esta clase siempre provoca grietas en el liderazgo. Todos los tópicos tienen un fondo de verdad, y en Andalucía constituye un aserto clásico su condición de motora de los grandes ciclos de cambio.
Los arúspices del entorno presidencial se consuelan pensando en la singularidad circunstancial del descalabro. En la ventaja que proporciona al PP ‘juanmista’ la estancia en el poder y sus consiguientes recursos de captación de sufragios, de los que Feijóo no disfrutará en su decisivo mano a mano. Desdeñan, sin embargo –o tal vez no pero fingen despreciarlo–, el efecto acumulativo de los varapalos, que empieza a causar en los cuadros intermedios, alcaldes y barones autonómicos al frente, una sensación de pánico. Los populares se han llevado casi todo el caudal procedente del hundimiento de Ciudadanos. Todas las encuestas reflejan en mayor o menor medida un desplazamiento del voto hacia la derecha, y las alertas antifascistas ya no sirven, si es que alguna vez sirvieron, como herramienta de movilización de fuerzas. La economía tampoco va a dar tregua mientras Ucrania y Rusia sigan en guerra y Europa aprieta las tuercas del ajuste ante la crisis de deuda. El problema de Sánchez es que ya no tiene crédito para emprender un giro hacia el consenso, ni lo va a hacer porque no está dispuesto a perder el apoyo de Podemos. Su margen de maniobra es cada día más estrecho. Y se lo acaba de recortar aún más un tipo de perfil discreto cuyo principal mérito consiste en hacer su trabajo con seriedad, esfuerzo, madurez y sentido de lo correcto. Duro golpe para un narcisista irredento.