Ignacio Camacho-ABC

  • Sánchez no calibra bien el impacto que el golpe secesionista causó en la autoestima nacional, en el orgullo democrático

Parece extraño que un líder de corte populista como Sánchez haya olvidado o desdeñado, en su búsqueda de complicidades para el perdón a los sediciosos, el grado de desafección que sufren las élites en la posmodernidad líquida. Y muy en especial las élites catalanas, que la mayoría de los españoles consideran con sobradas razones el brazo financiero de los independentistas y a las que el presidente ha atraído con promesas clientelares en socorro de su estrategia política. Moncloa ha desplegado una campaña de compra de voluntades entre esos círculos de influencia para contrarrestar el rechazo a una medida de impopularidad manifiesta, pero lo que la opinión pública percibe es por una parte un gobernante atrapado en un chantaje en el que ventila su propia supervivencia y por la otra una rebatiña indisimulada por los fondos de ayuda europea. Atando los dos cabos se derrumba el viejo esquema de liderazgo social de la alta empresa, cuya sumisión al poder hace tiempo que irrita al electorado natural de la derecha.

Es probable que el sanchismo consiga así ganar cierto terreno en Cataluña, entre ese ‘establishment’ industrial y financiero que ha hecho suya la reclamación nacionalista de privilegios, franquicias y demás bulas. Por ahí tal vez espera compensar algo del voto que se le escapa a chorros en el resto de España como consecuencia de las inminentes medidas de gracia a los autores de la insurrección frustrada. Este agujero lo quiere tapar con medidas amables como la dispensa del uso de mascarillas, que sugieren la inminencia de un panorama optimista en términos de salud y de economía. Un señuelo demasiado burdo para que no se le vea el cartón al truco: baratijas de todo a cien con las que apaciguar el clamor contra los indultos. Mal concepto tiene de la inteligencia y hasta de la dignidad de un pueblo maduro quien pretende camelarlo con tan escaso disimulo. La zafiedad de este tipo de maniobras revela hasta qué punto Sánchez ha interiorizado que todo el mundo juega a su mismo juego de pragmatismo pancista y corrupto.

Si le sale bien, desde luego, habrá que colegir que a tales ciudadanos, tal Gobierno. Pero quizá esta vez haya ido demasiado lejos y no tenga modo de eludir el precio de violentar a la vez las costuras del Derecho, el espíritu de la Constitución y la legitimidad del Tribunal Supremo. Acaso no esté calibrando bien el impacto que el golpe secesionista causó no ya en la cohesión del Estado sino en la autoestima de país, en el sentimiento colectivo de pertenencia, en el orgullo democrático. Va a ser difícil que la herida de esa revuelta cicatrice con una política de borrón y cuenta nueva, sobre todo si se transparenta la idea de que trata de aferrarse al cargo como sea. Él podrá indultar a quien quiera pero no está claro que el sujeto de la soberanía nacional olvide por las buenas un delito de lesa convivencia.