JAVIER TAJADURA TEJADA-EL CORREO

Aunque el escenario político resultante de una repetición electoral experimente ligeros cambios, probablemente la aritmética parlamentaria sea la misma

Las coaliciones negativas consisten en la unión de fuerzas políticas de signo ideológico muy diverso, cuyo único objetivo común es evitar la formación de un Gobierno o, en su caso, derribarlo. Son coaliciones destructivas que solo sirven para hacer oposición y derribar ejecutivos, y el mayor peligro para la supervivencia de una democracia parlamentaria. Un régimen democrático solo puede funcionar con coaliciones positivas; esto es, la unión de fuerzas que, aun siendo de distinto signo ideológico, son capaces de alcanzar un acuerdo que cuente con el respaldo de la mayoría parlamentaria.

Durante los últimos años la clase política española solo ha sido capaz de alumbrar coaliciones negativas. De esta forma se ha paralizado el país, se ha impedido el impulso de las reformas necesarias y se ha erosionado gravemente el sistema institucional. Una coalición negativa -entre el PSOE y diversas fuerzas radicales, nacionalistas y separatistas- derribó en 2017 al Gabinete de Rajoy, pero como lo único que les unía era el rechazo a ese Gobierno fue incapaz de desarrollar programa político alguno. Nada de extraño tiene que el Ejecutivo de Sánchez pereciera también víctima de otra coalición negativa integrada por el PP, Ciudadanos y los independentistas catalanes, que se unieron en su rechazo al proyecto presupuestario y provocaron el anticipo electoral.

El inicio del nuevo curso político confirma claramente la persistencia de una coalición negativa y la absoluta incapacidad de alumbrar una positiva. Así lo hemos comprobado en los dos grandes temas que han abierto el curso: la inmigración y la financiación autonómica. En ambos asuntos, PP, Cs, Podemos y los independentistas coinciden en su radical oposición a las actuaciones del Gabinete de Sánchez, pero son absolutamente incapaces de acordar programas o políticas alternativas.

En el caso de la inmigración, el debate del Congreso resultó, como suele ser habitual, muy lamentable. Los insultos ocuparon el lugar de los argumentos. La demagogia fue la tónica general de las intervenciones. La representante de Podemos llamó a la vicepresidenta Calvo, ‘Calvini’ y la nueva portavoz popular subrayó que «sanchismo y salvinismo son lo mismo». Es muy preocupante que una materia que debería gestionarse como un asunto de Estado por encima de la disputa partidista se aborde con tanta dosis de demagogia. Quedó claro que Podemos y el PP no comparten la política migratoria del Gobierno socialista, pero quedó igualmente claro que tampoco serían capaces de alumbrar conjuntamente otra.

El caso de la financiación autonómica es también muy relevante. Los separatistas catalanes y el PP han hecho un frente común contra el equipo de Sánchez para exigirle que adelante a las comunidades autónomas de régimen común (todas salvo País Vasco y Navarra) las denominadas ‘entregas a cuenta’ por valor de 7.500 millones de euros. El Ejecutivo dice estar buscando fórmulas legales para ello, pero de momento se niega a hacerlo con argumentos jurídicos muy poderosos. Un Gobierno en funciones tiene limitada su actuación (según doctrina consolidada del Tribunal Supremo) al despacho ordinario de los asuntos públicos. No puede elaborar proyectos de ley y mucho menos -sería absurdo- un proyecto de Presupuestos. La actualización de la entrega de fondos que reclaman los independentistas catalanes y las comunidades dirigidas por el PP no puede ser encuadrada dentro del ‘despacho ordinario de asuntos’.

La razón es fácilmente comprensible. Para cuantificar esas entregas es preciso previamente actualizar la previsión de ingresos públicos para el año próximo. Y esa previsión sólo puede llevarse a cabo en la Ley de Presupuestos Generales. Es decir, las cantidades reclamadas solo pueden determinarse a partir de una previsión de ingresos por IRPF e IVA que solo pueden ser establecidas en la Ley de Presupuestos. Si el Gabinete socialista en funciones accediese a entregar esas cantidades, debería establecer una previsión de ingresos para la que no está, en modo alguno, constitucionalmente habilitado. De hacerlo, estaría estableciendo nuevas orientaciones políticas y condicionando -inconstitucionalmente- la actividad del futuro Gobierno.

También aquí comprobamos claramente que el PP y los independentistas se oponen a la actuación del presidente y su equipo en otro asunto que debería ser tema de Estado: la financiación autonómica. Innecesario es subrayar que unos y otros tampoco se ponen de acuerdo entre ellos.

España inicia así el curso político sumida en la parálisis con un sistema político bloqueado por la existencia de unas coaliciones negativas que obligará a celebrar elecciones en noviembre. En este contexto, lo preocupante y grave no es sólo la repetición de los comicios, sino el hecho de que tras ellos los dirigentes políticos sigan siendo incapaces de reemplazar las coaliciones negativas por positivas. Aunque el escenario político resultante de una repetición electoral experimente ligeros cambios, probablemente la aritmética parlamentaria sea la misma. Una aritmética que a día de hoy solo permite alumbrar dos coaliciones: el PSOE con Ciudadanos -que era la que en 2016 no contó con respaldo suficiente y fue bloqueada por la coalición negativa PP-Podemos- y, en su caso, la del PSOE con el PP. La primera (socialistas y liberales) es común en muchos países; la segunda, o gran coalición, es característica de Alemania. En España, la deriva caudillista de los partidos explica que no hayan sido -hasta ahora- posibles.