JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Las alianzas se han hecho necesarias para gobernar y requieren de una profunda reflexión para hacer de ellas instrumentos firmes y funcionales

Apenas queda ya país en la UE con gobierno monocolor. Las dos grandes corrientes políticas -socialdemócrata y democristiana- que se consolidaron en la posguerra y se alternaron durante décadas en el poder, con el apoyo, si acaso, de la liberal, se han desgastado hasta precisar, para seguir gobernando, de uno o varios aliados, caso de que no se hayan visto ellas mismas desbancadas por ellos. Partidos surgidos en los márgenes de dichas corrientes, junto con otros de alcance sectorial y difícil encaje en los esquemas tradicionales, fragmentaron de tal modo la representación, que es de prever que los gobiernos sigan requiriendo en adelante de la concurrencia de dos o más partidos coaligados en torno a un programa pactado.

España llegó tarde a la cita. Pero, tras cuatro décadas de alternancia bipartidista, también ella ha acudido. La tardanza en la llegada ha pagado, con todo, un tributo en desarreglos de adaptación, si bien no ha sido ésa su única causa. Otras peculiaridades han complicado el proceso. Pero vaya por delante, antes de abordarlas, una sumaria nota sobre los hechos, aunque sólo sea para responder a quienes juzgan los desarreglos, además de lógicos, convenientes para dar debida visibilidad a las diferencias que existen entre los partidos que se coaligan.

Por empezar por lo más próximo, no cabe considerar conveniente la disputa que dos miembros del Gobierno escenificaron el pasado martes en plena rueda de prensa del Consejo. No se trató de un hecho aislado. Vino a culminar, más bien, una serie de reproches que los coaligados se intercambian en público y de luchas por apropiarse cada socio de las medidas que adopta la coalición en su conjunto. Tal proceder, que no distingue partido y gobierno, daña la reputación del Ejecutivo, siembra descrédito en la ciudadanía y perjudica a quien más cree beneficiarse de él.

Constatados los hechos, hablemos de sus causas. No me detendré en el que considero pecado original de la coalición. Mientras, para el socio mayor, es, tal y como había proclamado, criatura no querida, el menor la ve como el medio para alcanzar objetivos espurios. Para ambos es, en cualquier caso, tabla de náufrago tras la zozobra electoral. Mal comienzo. Pero, más allá de ello, lo que de verdad cuenta es que un partido maduro y bregado en la gestión del Estado se alíe con otro nacido de la agitación contra el sistema, sumido aún en proceso de formación y necesitado de travestirse a toda prisa para entrar en sociedad. Iba a ocurrir, así que lo que el mayor daría por supuesto -gobernar- era para el menor medio de promoción. Entablaría éste batallas en que, aprovechándose de la dependencia que de él tenía el grande para mantenerse, se saldarían siempre a su favor. Un pacto cerrado a toda prisa y sin la suficiente concreción invita, en efecto, a disputas en las que el menor tiene las de ganar. Sus demandas son así lo más parecido al chantaje. Desestabilizar es para él señal de fortaleza. Gana tanto dentro, colaborando, como fuera, protestando.

Todo queda más enredado aún por el hecho de que el socio menor, pese a serlo en el Gobierno, lidera además a una serie de fuerzas afines que, aunque externas al Ejecutivo, le son imprescindibles para mantenerse. Así, aun siendo aliado, se puede permitir actuar de quinta columna o caballo de Troya de quienes aguardan fuera a la espera de ver defendidas y atendidas sus demandas. Socio, pues, y, a la vez, rival, ya que sólo del desgaste del mayor puede el menor crecer en adhesiones. La afinidad ideológica entre los aliados resulta en este sentido, en vez de fortaleza, debilidad. Las diferencias hacen, en efecto, los pactos más fuertes y estables que las afinidades.

La cosa se agrava aún más cuando la ministra de Trabajo, sin ser miembro del partido, es elevada por el líder dimisionario a la categoría de vicepresidenta y aspirante a liderar el conglomerado que pretende organizarse en torno al -o al margen- del núcleo actualmente existente. La rivalidad se desdobla y el recelo se infiltra en las filas de los compañeros. «Si hay ruido, me marcho», les amenaza ella en tono firme. Si a esto se suman los congresos y convenciones de uno y otro signo que han comenzado a celebrarse, es que ha sonado ya el clarín que manda abrir los toriles de la campaña electoral. Lo que hasta ahora hemos visto se quedará corto en vista de lo que está aún por venir. Ojalá sirva de experiencia -o de escarmiento- para las coaliciones que habrán de formarse en el futuro. Modelos no faltan. Citaría el alemán, si no fuera un tópico.