Jesús Cacho-Vozpópuli

Angelical Angela Dorothea Merkel (67), una santa laica. Una canciller aureolada por el aplauso general en su despedida. Una mujer en las antípodas de los modernos cánones de belleza, cuya salida de la política ha sido celebrada como la victoria en el mundial de la aquiescencia global. «Angela jamás ocupó la residencia de la cancillería; hija de un pastor de la antigua República Democrática Alemana, ha preferido no ejercer este derecho y vivir en el mismo apartamento privado donde vivía antes de ser elegida, como cualquier ciudadano» (…) Angela hace la compra siempre que es posible, haciendo cola a la hora de pasar por caja. Sin servicio doméstico, comparte las tareas del hogar con su marido, huye de la vanagloria y veranea sin alardes en un pueblo a 100 kilómetros de Berlín, donde disfruta de la lectura (…) Es tal su modestia que, preguntada por qué usaba la misma [aburrida] ropa con tanta frecuencia, respondió de esta guisa: «Soy una empleada del Gobierno, no una modelo». Párrafos de este tenor han proliferado esta semana en prensa escrita e internet de toda Europa. Santa Angela (que estás en los cielos) Merkel.

La misma unanimidad, o casi, ha presidido el juicio colectivo a su ejecutoria como jefa de Gobierno. He aquí, pues, una heroína de nuestro tiempo, varias veces nombrada «mujer más poderosa del mundo» por la revista Forbes, a quien la historia se encargará, casi con total seguridad, de bajar del pedestal para instalarla en esa tierra de nadie donde dé pena el ser humano normal con sus grandezas y miserias. Una mujer sobrevalorada, que deja una Alemania (y por extensión una Unión Europea) muy quebrantada, en un cruce de caminos plagado de riesgos y amenazas. Para sus críticos, el mejor resumen de sus 16 años al frente de la Cancillería es el estado comatoso en que deja su partido, la CDU, el grupo político que con los socialistas ha liderado la vida política alemana desde el final de la II Guerra Mundial.

Nos encaminamos hacia una Alemania debilitada, más urgida a soldar las grietas provocadas por la era Merkel en su cohesión social que a otra cosa, interesada en no enfadar a la Rusia de Putin y en blindar sus acuerdos comerciales con China

Ha destruido su partido (logro que en España consiguiera con el PP otro funcionario de la política, pero este sin agallas, apellidado Rajoy) y ha logrado revitalizar ese cadáver que durante tanto tiempo ha sido el SPD, ganador (25,7%) por estrecho margen de las elecciones celebradas el pasado domingo. La última vez que los socialistas llegaron al poder fue en 1998, pero con el 41% de los votos. Hoy, la CDU y el SPD son partidos prácticamente intercambiables (como en España ocurría con PP y PSOE hasta la aparición del innombrable), entregados ambos a la exaltación de una socialdemocracia más allá de la cual no parece haber vida inteligente. La socialdemocracia como perfecta síntesis de esa Europa en la que, desde la derrota del nazismo, no cabe más ideología, gestionada unas veces por el centroderecha y otras por el centroizquierda. La Europa del Estado del Bienestar dispuesta a emplear una creciente porción de su riqueza en gasto público (nada menos que el 62,1% del PIB en Francia), una Europa víctima del cepo tendido por la izquierda marxista a propósito de las «desigualdades», incapaz de crecer más allá de un escuálido 1% anual, acostumbrada a altas tasas de paro, que no ofrece oportunidades a los jóvenes y que parece condenada a ese fatal destino que los dioses de la modernidad le tienen reservado: convertirse en parque temático, una especie de universal Louvre, para millonarios árabes, chinos y rusos, amén de dictadores varios de medio mundo.

La Merkel socialdemócrata ha hecho correr a la CDU por la banda izquierda obligando a los socialistas a escorarse más a la izquierda (a Ulf Poschardt, director de Die Welt, le parece maravilloso que el SPD haya evitado «un salto a la extrema izquierda») en busca de perfil propio, lo que a su vez ha obligado a la izquierda comunista (estatismo rancio & nacionalismo exacerbado) a radicalizarse hasta la extenuación. Lo peor, con todo, de la herencia de Merkel es que, absorta cual Narciso en el espejo de plenitud de ese Estado del Bienestar, ha abierto de par en par las puertas a esas ideologías disolventes que han hecho fortuna en toda Europa, o «la interpretación del mundo a través de la lente de la justicia social», la «política identitaria grupal» (división de la sociedad en grupos de interés en función de sexo, raza y orientación sexual), y la «interseccionalidad» (o la obligación de bucear en identidades y debilidades propias y ajenas para posicionarnos ante el patriarcado, los derechos LGTBI, el feminismo radical, lo trans y todo lo demás), los pilares sobre los que hoy se asienta «el esfuerzo más audaz y exhaustivo por crear una nueva ideología desde el fin de la segunda guerra mundial», en palabras de Douglas Murray (La Masa Enfurecida. Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura, Península).

Estamos ante una relectura del marxismo según la cual ya no se trata de arrebatar el poder al patrono explotador para liberar al obrero oprimido (que hoy vive bastante bien con su piso, su coche y su hijo en la universidad), sino de derrocar a ese patriarcado blanco (El White Privilege, de Peggy McIntosh) responsable de las desgracias que históricamente sufren mujeres, emigrantes, homosexuales, transexuales, etc. Un marco discursivo construido sobre las cenizas, entre otros, de Marx, Foucault, Deleuze, obviamente Gramsci (la cultura-educación, comunicación, entretenimiento) como arma de futuro para liberar a las masas de la opresión del capitalismo), y naturalmente  Ernesto Laclau, nuevo profeta posmarxista, y su compañera Chantal Mouffe, para quienes «el discurso tradicional se ha centrado en la lucha de clases y las contradicciones del capitalismo, pero la noción de lucha de clases necesita ser revisada». ¿Cómo? Involucrando a nuevos grupos en la misma. Así, Laclau y Mouffe aluden sin tapujos a «la utilidad para la lucha socialista de los nuevos movimientos sociales, como el movimiento feminista«.

He aquí uno de los talones de Aquiles de Merkel. Su política energética se ha convertido en una bomba de efectos retardados que amenaza el bienestar de sus ciudadanos y el futuro de su industria

Este es el marco discursivo que hoy ahoga no solo a Europa sino al llamado mundo occidental. La ideología que diariamente arroja en nuestro país toneladas de basura ardiente por el volcán de las Irene Montero y otras cabezas de chorlito con sillón en el consejo de ministros. Es el detritus ideológico que diariamente defeca nuestra prensa de izquierdas. Es el triunfo de una socialdemócrata infectada por las nuevas ideologías lo que lleva a Merkel a acoger a inmigrantes en masa sin una somera evaluación de los riesgos para la cohesión social de sus gobernados, y lo que hoy tiene a zonas enteras de algunas grandes ciudades convertidas en auténticos guetos, barrios de los que son expulsados los residentes locales de clase media y media baja no sin antes ver arruinado el valor de sus apartamentos. Es el triunfo en Berlín del referéndum para la expropiación de 240.000 viviendas «propiedad de grandes propietarios», dice el agitprop izquierdista, decisión de un 54% de berlineses que parecen dispuestos a pasar por encima de ese principio liberal llamado «propiedad privada». Berlín como escaparate de un invivible mundo identitario, universo al que se asoman grandes zonas de París, de Marsella, de Barcelona…

Una socialdemocracia entregada al mensaje de lo «políticamente correcto» que mata de raíz la discrepancia. Sorprende la práctica unanimidad con la que la prensa germana analiza y entroniza la figura de Merkel como un genio de la política. Quien osa levantar la voz contra el discurso dominante corre el riesgo, como en tantos países de la UE, de ser condenado al ostracismo cuando no a la muerte civil. El que discrepa es un facha, ¿les suena, no? El rodillo colectivista e igualitario lo anega todo. El desacuerdo se refugia, y con gran virulencia, en las redes sociales. Homogeneización total del pensamiento, y retroceso grave de las libertades, como en España. Es el discurso de lo «políticamente correcto», más el paralelo desprecio a los valores cristianos que hicieron del continente el adelantado de la ilustración y el progreso, lo que ha provocado el nacimiento de la AfD (Alternativa para Alemania), un partido de derecha conservadora que comparte muchos de los postulados del liberalismo clásico, y desde luego no pocas de las ideas que en su día defendió gente tan ilustre como Konrad Adenauer, uno de los padres de la UE, o el propio Helmut Kohl.

Políticas identitarias y, naturalmente, cambio climático, la lucha contra el cambio climático como columna vertebral de la ideología dominante. La enfermiza obsesión con el climatismo («el humanismo ambiental triunfará sobre el ambientalismo apocalíptico, porque la gente quiere prosperidad y naturaleza, no naturaleza sin prosperidad», escribe Michael Shellenberger (No hay apocalipsis; por qué el alarmismo medioambiental nos perjudica a todos. Deusto). He aquí uno de los talones de Aquiles de Merkel. Su política energética se ha convertido en una bomba de efectos retardados que amenaza el bienestar de sus ciudadanos y el futuro de su industria. Diez años después de la decisión radical de cerrar las nucleares tras el accidente de Fukushima, Alemania, plagada de aerogeneradores, se ve obligada a recurrir masivamente a los combustibles fósiles (gas y carbón) para calentar las casas y hacer funcionar las fábricas. El autoproclamado campeón de la ecología es ahora el mayor contaminador de Europa. Al mismo tiempo, se ha convertido en un rehén de Rusia, su principal proveedor de gas. En efecto, Merkel ha entregado su soberanía energética, la suya y la del resto de la UE, a la Rusia de Putin, con la que ha acordado la construcción del Nord Stream2, el gasoducto que circula por el mar sin pasar por los incómodos estados bálticos y la más que incómoda Polonia. El destino de la UE en manos de Putin y su gas siberiano. Y, para completar el panorama, los alemanes pagando la energía más cara que en cualquier otro lugar, excepción hecha de la España de Sánchez, claro está.

El balance de la canciller es, por todo ello y cuando menos, cuestionable. «Es innegable el daño hecho por Angela Merkel a las instituciones, a su partido, a los valores conservadores con los que se hizo votar, a la libertad y a la nación», ha escrito Hermann Tertsch, buen conocedor de Alemania. Aquel país donde entre la CDU y el SPD monopolizaban casi el 80% del sufragio ha pasado a mejor vida, pulverizado por la aparición de una pléyade de partidos, siete de los cuales se sientan en el Bundestag. Explosión de ideologías de fragmentación social, expropiación de viviendas en Berlín, y síntomas preocupantes de eventual salida del país de las elites mejor preparadas, de los investigadores y posiblemente de no pocos «ricos» dispuestos de nuevo a cruzar el charco huyendo de la paranoia climática y la tiranía socializante. Todo podría, sin embargo, mostrar una cara mucho más amable si el ganador, Olaf Scholz, lograra formar Gobierno, como se propone, con el partido liberal (FDP) de Christian Lindner (que se postula como ministro de Finanzas, una pésima noticia para Sánchez de confirmarse), e pesar de tener que cargar en la aventura con unos Verdes enloquecidos por el discurso climático.

¿Qué quedará del proyecto de UE de aquí a 10 o 20 años? Nadie lo sabe, pero su desaparición sería un pésimo augurio, una vuelta a los nacionalismos que caracterizaron siglos de sangrientos enfrentamientos en el viejo continente

En cualquier caso, más socialdemocracia, esta vez gestionada por la izquierda, no es la solución para una Europa sin pulso, dominada por la burocracia de Bruselas donde reina gente tan mediocre como Von der Layen (o la propia Calviño que ahora despliega su paleta de saberes en España). Una Europa de la que ha desaparecido cualquier rasgo de liberalismo, la ideología que ha rescatado de la pobreza a miles de millones de humanos, asegurando, además, la igualdad racial, la liberación de la mujer y los derechos de las minorías. De Ludwig Erhard, canciller entre 1963 y 1966, conocido como «el padre de la economía social de mercado» (ESM) y del propio milagro económico alemán, ya no queda sino el recuerdo. Él entendía la ESM como un sistema de mercado libre en el cual el Estado se limita a intervenir para garantizar la competencia y ayudar a quienes, por sus medios, no han podido salir adelante. Nos encaminamos hacia una Alemania debilitada, más urgida a soldar las grietas provocadas por la era Merkel en su cohesión social que a otra cosa, interesada en no enfadar a la Rusia de Putin y en blindar sus acuerdos comerciales con la China de Xi-Jinping para poder seguir vendiéndole sus BMW y sus Audis. Y con una Francia en franca decadencia, que tras la pandemia ha pasado a engrosar sin tapujos el «club de los poetas muertos» del Mediterráneo, con España, Italia y Grecia como socios y amigos.  

¿Qué quedará del proyecto de UE de aquí a 10 o 20 años? Nadie lo sabe, pero su desaparición sería un pésimo augurio, una vuelta a los nacionalismos que caracterizaron siglos de sangrientos enfrentamientos en el viejo continente. Un escenario, en todo caso, casi idílico para un tipo como Pedro Sánchez. Curioso, Financial Times incluía este viernes un largo trabajo (‘La golpeada izquierda europea se consuela con la victoria de Scholz en Alemania’) donde se pasaba revista a los distintos partidos socialistas europeos sin una sola mención al PSOE y a su secretario general, actual presidente del Gobierno. Un auténtico don nadie en el continente, un tipo simpático que cae bien porque no molesta. Un pillo al que Doña Ursula pone ojitos y al que desde Bruselas se recurre para los trabajos sucios, como la recepción de refugiados afganos en suelo español. Un tipo al que le han prometido una pasta si se porta bien (que ya veremos cuánta y cuándo llega) y al que le dejan en paz, sin tomarse la molestia de abrirle un solo expediente aunque motivos haya a pares. Para las Ursulas de Bruselas los malos son húngaros y polacos, gente muy rara que bajo ningún concepto quiere que en las escuelas se enseñe sexo a sus hijos. Si alguien espera que esta UE vaya a venir un día en socorro de las libertades amenazadas en España, va listo. Serán los propios demócratas españoles los que se encarguen de defender su libertad, su seguridad y sus propiedades, o no será nadie.