Colapso inminente

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 23/09/14

Manuel Montero
Manuel Montero

· Se habla del colapso futuro de la Seguridad Social y de las autonomías. Aún no se dice colapso inminente del autogobierno o del proceso de paz, pero todo se andará.

Raro es el mes en el que alguien no nos lo profetiza. Hace un par de años 22 científicos anunciaban «el colapso planetario inminente» por el brutal crecimiento de la población y la destrucción de ecosistemas naturales, con la secuela de migraciones masivas y extinción de especies. Desde entonces la idea se repite cada vez más. Con frecuencia le acompaña el vaticinio de la pronta destrucción de la humanidad o del finiquito de la civilización.

Este año proliferan los anuncios de este tenor. Un estudio financiado por la NASA ve venir el inminente colapso, por el aumento demográfico, el agotamiento de los recursos y la creciente brecha social. Unos científicos, reunidos en Japón para analizar el cambio climático, nos advierten que este va más rápido de lo que pensaban, por lo que el colapso es inminente. El Papa tres cuartos de lo mismo, o al menos así se difunde: lanzó un discurso catastrofista sobre los males económicos y sociales, los hermeneutas entendieron que avisaba del colapso inminente y los esotéricos andan preguntándose qué sabe el Papa. Se nos ha anunciado también el colapso inminente de Internet y, del dólar y de las finanzas mundiales. Una organización ecologista anuncia el colapso del sector agrícola y pesquero, así como de la industria: ve venir la catástrofe ya. Otro manifiesto avisa del colapso inminente provocado por los transportes, la industria y nuestro modelo productivo; propone la solución, un «planeta sostenible y sustentable», podían haberlo dicho antes.

Si alguien pusiese en duda el colapso y su inminencia se le miraría como un irresponsable, un lacayo de las multinacionales, un carca o peor. Da en dogma de fe. El buen ciudadano debe creer en que esto se acaba ya y que le toca hacer algo. Es en ese punto cuando quizás le entre alguna duda, pues lo de sostenible le queda algo retórico. Menos mal que se le suele ofrecer la oportunidad de apagar la luz durante una hora para salvar el planeta. Si no, esto sería un sinvivir, de brazos cruzados esperando el inmediato final.

Convertido en mantra, el concepto ‘colapso inminente’ evoca destrucciones súbitas, hay género cinematográfico: Nueva York sin gente mientras salen brotes verdes entre los semáforos, nuestras sociedades yéndose al garete, San Mamés abandonado justo ahora que entramos en la Champions, los bares vacíos sin pinchos y con los cristales rotos, mientras los jabalíes llegan a las ciudades de las que habremos salido a escape. Porque no se dice que las cosas vayan mal, sino que se colapsarán: todo se desmoronará de golpe, como un castillo de naipes, y no a lo largo del siglo (lo que nos daría alguna esperanza de librarnos a los de cierta edad) sino muy pronto: en esto hay consenso.

El colapso inminente se ha convertido en un arquetipo para interpretar nuestro mundo. Remite a algunas tradiciones religiosas sobre el pecado. Nosotros somos colectivamente culpables de nuestra perdición, por desidiosos, y seremos castigados con el colapso drástico. ¿No hay redención posible? La hay: creer en el colapso y apoyar cualquier reivindicación de salvarlo. Que nuestras respuestas al respecto resulten inanes resulta indiferente.

El arquetipo catastrofista viene de atrás. La novedad de estos años consiste en la cercanía del final del mundo y su carácter categórico, con grandes cracks sociales y económicos. Los primeros avisos de que esto terminaría mal empezaron en los años sesenta, cuando el primer desarrollismo tras la II Guerra Mundial. Fueron vaticinios alarmantes, pero vistos desde hoy quedan sectoriales. Se anunció que el petróleo se acabaría a finales del XX. Los pronósticos del agotamiento del petróleo siguen, y también lo sitúan dentro de treinta años. En 1970 se decía hacia el 2000, ahora la fecha se fija en torno al 2050: un plazo mayor nos resultaría indiferente, pues cuatro décadas nos parecen una eternidad.

No se sugiere aquí que el incumplimiento de la profecía catastrofista le quite validez: Pedro grita que viene el lobo y acaba acertando. Pero en el cuento la eficacia grupal del grito no depende de que llegase el lobo, sino del grito y de la alarma que produce.

Desde el augurio del final del petróleo nos acompañan los anuncios de grandes cataclismos. Llegó el agujero de ozono, lo que dio lugar a un sinfín de llamamientos. Después dejó de hablarse del fenómeno, sin que se informase de que el agujero se cerraba, por contaminar menos o causas naturales. El catastrofismo se desplazó hacia el calentamiento global, que luego ha dado en llamarse cambio climático, quizás porque el hemisferio sur no se calienta sino enfría. Ahora triunfa el concepto de colapso inminente, que tiene las ventajas de su carácter global, drástico e inmediato.

Presenta algún conveniente. Es algo etéreo y con frecuencia se cuela la idea de la situación es irreversible, catastrofismo obliga, con lo que el ciudadano concluye que ya no puede hacer nada.

Nacido para tasar desastres mundiales, el estereotipo comienza a usarse al describir situaciones más cercanas. Se habla ya del colapso futuro de la Seguridad Social (inminente en Cataluña) y del colapso inminente de las autonomías. Aún no se dice colapso inminente del autogobierno vasco, del Estado o del proceso de paz, pero todo se andará. La expresión contundente viene como anillo al dedo de la lengua de los nuevos tiempos. Ahí queda la sugerencia. De nada.

La generalización del arquetipo lleva a una situación paradójica. Todos anuncian el desastre inminente, pero nos quedamos a verlas venir, nosotros y los profetas. Algo falla.

MANUEL MONTERO, EL CORREO – 23/09/14