GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • Bastaría con la convocatoria urgente de unas elecciones generales. Y la apertura de un período de serias reformas políticas

La leyenda es acuñada en el libro segundo de la Anábasis de Flavio Arriano, ya en el siglo segundo de nuestra era. Narra el dilema de Alejandro Magno en la ciudad de Gordio. En ella, el tótem que su fundador dejó legado es el no muy aristocrático monumento de un carro de labranza. Y en él un enigma: el del nudo con el que, mediante sogas de cornejo, su dueño trabó tan artísticamente sus armas que hombre alguno pudiera desatarlo. Pero ese tótem dice a todo el que ante él pasa que sólo aquel que logre deshacerlo estaría destinado a imperar sobre toda Asia.

Cedo la palabra a Flavio Arriano, Anábasis II, 3: «Alejandro no pudo encontrar ninguna manera de aflojar el nudo; sin embargo, como no estaba dispuesto a resignarse a que siguiera sin ser desatado, y para no perturbar a la muchedumbre, golpeó el nudo con su espada y lo cortó en dos, proclamando que él sí que había logrado desatarlo».
Es cierto que Arriano transmite la opinión también de Aristóbulo, quien, más complaciente, concede a la habilidad alejandrina un modo menos brusco de solventar el dilema. No importa. Lo que queda en la leyenda y en la lengua –que es la verdad de las leyendas– es el tajo del guerrero que reduce a nada los caminos inexplorables. Y Alejandro se adentra en la gran Asia, en donde aún más grandes leyendas eternizarán su imagen deificada bajo el nombre de Iskandar.
El nudo irresoluble es un dilema intemporal de todos los antagonismos políticos. La inteligencia de ese discípulo de Aristóteles que fue Alejandro de Macedonia se cifrará en el arte de no amalgamar especulación con realidad a la hora de afrontar una paradoja. Un enigma filosófico se resuelve conceptualmente o no se resuelve. Un conflicto de potencias materiales lo resuelve una potencia material más fuerte. O no se resuelve.
2024 es, en España, uno de esos nudos, un impasse político conceptualmente insoluble. La enumeración de sus datos produce cierto mareo:
a) Un gobierno central minoritario, que necesita para cada decisión el consentimiento de cuatro partidos que niegan la legitimidad de la nación que preside ese gobierno, y que no están exentos, entre sí, de fraternales guerras intestinas.
b) Un calendario electoral vertiginoso: este domingo, 21 de abril, País Vasco; en tres semanas, 12 de mayo, Cataluña; otras tres semanas más, 9 de junio, elecciones europeas.
Cada una de esas tres convocatorias pone en jaque –no sé si mortal– al gobierno de España. Desmenucemos.
21 de abril. En la autonomía vasca, el PNV ha ejercido una autocracia de decenios, que le permitió parasitar allí el conjunto de las instituciones: políticas como económicas y sociales. El partido nacionalista es, para las Vascongadas, algo sin equivalente en la Europa occidental de los últimos tres cuartos de siglo: un Partido-Estado, que consiguió identificar su discurso, su símbolos y aun sus himno y bandera con los del territorio que rige. Salir de esa autocracia no es el convencional juego de alternancias que rige en las democracias. Es, literalmente, abordar un cambio de régimen. Los privilegios acumulados son demasiado grandes como para que los herederos de Sabino Arana se avengan, sin más, a perderlos.
EH-Bildu les pisa los talones. Podría, o no, ganarles esta vez la partida, pero todos saben que, por ley de edad, son sus únicos y legítimos herederos. Lo que sí queda claro es que ninguno de los dos –ni el partido de los padres ni el de los hijos– podrá gobernar por sí solo. Y es bastante verosímil que la lógica inexorable del odio edípico les impida componer una alianza familiar armoniosa. Gobernará, así, quien decida el tercer partido. En los cálculos más verosímiles, el PSOE. Y ahí, exactamente ahí, reaparece el maldito nudo gordiano. El PSOE de Sánchez puede gobernar en Madrid porque ambos, PNV como Bildu, se lo autorizan. ¿A cuál de los dos dará el partido de Sánchez su respaldo para gobernar en Ajuria Enea? Y, sobre todo, ¿cuál será, en la Carrera de San Jerónimo, la reacción del que se vea preterido en el don socialista?
12 de mayo. Cataluña. El envite de Puigdemont ha sido formulado. O es nombrado presidente autonómico o el Caudillo gerundense abandonará el juego institucional y dejará huérfanas de profeta a las mesnadas patrias. En un arrebato bonapartista que no parece cuadrar muy bien con su escueta dimensión épica, el fuguista de Waterloo ha lanzado su propio «¡O Yo o el Caos!» El Yo es, con todas las encuestas en la mano, bastante más que difícil. Para disgusto del socialista de la Moncloa, puede ser que los socialistas catalanes vuelvan a ser partido mayoritario. Insuficientemente mayoritario. Y que los dos hermanos enemigos, Junts y Esquerra, tengan que librar duelo a primera sangre –o a más– por la primogenitura. Que habrá de concederles, bajo forma de Generalidad, el tercero en disputa: el Partido Socialista de Cataluña. ¿Cómo va tomárselo en la Carrera de San Jerónimo la novia desairada de este casorio? No muy bien. Es lo único seguro.
9 de junio, finalmente. Elecciones europeas. En apariencia, inanes. No hay hoy quien no sepa sobre el continente que el Parlamento Europeo no sirve para nada. Salvo para proporcionar opíparos sueldos a estómagos agradecidos, ya en fase de prejubilación.
Pero estas elecciones tienen, sin embargo, un interés mayor. Ya que no político, sí estadístico. Estamos tan habituados a nuestro fraudulento sistema electoral que ni siquiera podemos visualizar las verdaderas preferencias en el voto ciudadano. La elecciones europeas, al realizarse sobre circunscripción única y con criterio matemáticamente proporcional, dan una fotografía exacta de las preferencias y rechazos del elector español. Que, aun modificada por los altos porcentajes de abstención, permite dibujar el mapa político de la España real. Y esta vez, el mapa puede hacer chirriar los dientes.
Tal es el nudo. ¿Hay modo de desatarlo? Ninguno. ¿Puede ser cortado, al modo alejandrino? Desde luego: bastaría con la convocatoria urgente de unas elecciones generales. Y la apertura de un período de serias reformas políticas, hoy inaplazables. Es eso o el naufragio. Tal como esta subespecie política nuestra se comporta, no me haría yo demasiadas ilusiones.