DANIEL REBOREDO-EL CORREO

  • Las presidenciales de Brasil confirman que hay un movimiento social con una ideología consolidada de extrema derecha. La izquierda se salva por Lula

Por los pelos. Brasil votó en la segunda vuelta de las presidenciales y, tal y como se esperaba, la polarización se plasmó en una diferencia ínfima entre los dos candidatos. Ganó Lula y perdió Bolsonaro. Pero ahora comienza la fiesta del cuestionamiento de los resultados. Bueno, realmente comenzó durante la campaña ya que Jair Bolsonaro, como alumno aventajado de Donald Trump, se encargó, aunque no solo él, de incendiarla lo más posible con las mentiras groseras que caracterizan su discurso.

Parece que los apoyos centristas de Ciro Gomes y Simone Tebet y del expresidente Fernando Henrique Cardoso han inclinado la balanza hacia la victoria de Lula da Silva, aunque el estrecho margen de la misma simboliza tanto el éxito de la campaña de odio contra éste como el olvido de que en Brasil más de 33 millones de personas pasan hambre y se encuentran en una situación de pobreza extrema; de que la mitad de la población padece graves carencias de nutrición; de la enorme desigualdad que caracteriza el país americano y de la fragmentación social que corroe la sociedad brasileña.

Los resultados muestran que Brasil es un país mucho más conservador de lo que la conciencia colectiva transmite. Que la extrema derecha tenga el respaldo de 58 millones de votos en estas elecciones después de los 700.000 muertos de la pandemia y de las condiciones sociales que señalábamos con anterioridad indica que el fascismo se ha naturalizado y se ha convertido en algo atractivo para millones de personas. De ahí que lo que hizo Lula en sus anteriores gobiernos no tenga importancia en un país que ha cambiado tanto desde entonces.

Insistir en este error casi le cuesta la victoria que ahora celebra. Ha olvidado, a la par que esconde, que cuarenta años de neoliberalismo salvaje, incluyendo los tres gobiernos del Partido de los Trabajadores, han llevado a Brasil hasta donde se encuentra ahora, a una rabia ciudadana que se identifica con el fascismo más burdo y que olvida que lo que éste hace cuando obtiene el poder no solo no genera beneficio alguno, sino que acrecienta los problemas existentes antes de su llegada.

No todo se explica con el apoyo que siempre ha tenido la derecha del país carioca de la banca, las empresas, los fiscales, la Iglesia, los jueces, los militares… Los males que aquejan al sistema son mucho más profundos. Que un amplio sector de la sociedad apoye al bolsonarismo tiene su explicación al margen de los indiscutibles errores de la izquierda. Solo tenemos que recordar que durante los gobiernos de Michel Temer y Bolsonaro se pulverizó la legislación del trabajo con la reforma laboral de 2017 y la de pensiones de 2019 (límites de la jornada laboral, vacaciones pagadas, horas extraordinarias diferenciadas…), se inhabilitó el sindicalismo, se asfixió el mundo universitario y las iglesias evangélicas iniciaron el proceso de protagonismo y coerción política que ejercen en la actualidad. Claro que la izquierda representada por el Partido de los Trabajadores ha sido incapaz de elaborar una propuesta ilusionante en los últimos diez años. Nada de autocrítica e incapacidad de crear nuevas estructuras o cuadros capaces de gobernar el país.

A pesar de ello, es de justicia reconocer que durante los dos primeros gobiernos de Lula y el de Dilma Rousseff Brasil disfrutó de estabilidad política, crecimiento económico, lucha contra la pobreza y avances sociales. Pero en su debe hay que señalar que estos ejecutivos no avanzaron mucho en la reforma política, aunque Rousseff lo intento y ello generó su caída en un proceso lleno de anomalías e irregularidades.

Lula alcanzó el sueño del progresismo y la derecha capitalista: austeridad, crecimiento económico, acumulación de reservas internacionales, incremento del gasto social (Programa Bolsa Familia), inversión pública, escolarización, aumento del salario mínimo, pago de las deudas del país con el FMI… No obstante, las estructuras de poder se mantuvieron intactas y la mencionada reforma política quedó en el baúl de los recuerdos.

Los ajustados resultados de las elecciones presidenciales confirman la existencia de un movimiento social bolsonarista con una ideología consolidada de extrema derecha (antiecologista, anticientífica, anticomunista, antifeminista, racista y que odia a los pobres), similar a la europea y a la trumpista, que tiene sus propias redes de comunicación y posee sus propios engranajes para beneficiarse del Estado que repudia. La izquierda brasileña se ha salvado gracias a Lula. Cualquier otro candidato habría fracasado. Aunque no sea el elixir para todos los males que aquejan al país, puede ser un paso hacia delante en la recuperación del protagonismo democrático del coloso americano.