Miquel Escudero-El Imparcial
Josep Pla llegó a decir que la fuerza del pensamiento en Cataluña era “floja y precaria”, fue a propósito de un pensador catalán al que veía anti convencional, fascinado por el pintoresquismo y que fue tenido, decía, por un botarate. Dalí, en cambio, lo valoraba: le dedicó un monumento a la entrada de su museo de Figueres y de él escribió que “era, es y será el emperador trajano de la filosofía”. Se trata del barcelonés Francesc Pujols (1882-1962), quince años mayor que Pla y veintidós más que Dalí.
Siendo muy joven, Pujols publicó un libro de poesía que le prologó Joan Maragall. En 1918, escribió un largo y profuso ensayo con el título ‘Concepte general de la Ciència Catalana’, una de cuyas frases ha dado mucho que hablar por el estupor que produce. Pujols creía con fervor en la misión que Cataluña tenía asignada en el cosmos; una misión sublime, por supuesto. Cometía el error común de interpretar las identidades nacionales cual si fueran monolitos. Para él había una sola catalanidad y ésta consiste en ponerse en el punto justo de las cosas. Situaba a Cataluña en paralelo a la grandeza de las antiguas Grecia y Roma, mientras que reverenciaba al pueblo de Israel, “que fue el más grande de la Tierra”.
La lectura de algunas de las páginas del mencionado ensayo permite disponer de un test rápido y fiable del contagio que podamos tener de un virus que nos desconecta de la realidad y nos deja fuera de lugar. En efecto, Pujols quería hacer comprender que “Cataluña es el único pueblo de la tierra que camina por el camino de la verdad sin apartarse nunca de él”, es el camino catalán el que hace de Cataluña, insistía, la patria de la razón; de ella habría de venir el triunfo de la razón que le aguardaba a la humanidad. Abruma tamaño delirio de grandeza, un entusiasmo que empuja con fuerza a la rechifla.
Late en su escrito la ansiedad de que nadie mire a los catalanes, como tales, con indiferencia. Y si bien, dice, no todos los catalanes son razonables, “un hombre de cualquier país puede defender Cataluña como si fuese su propia patria”, pues es la nación más razonable que haya.
No obstante, matiza que “para llegar al conocimiento de la verdad no es suficiente con tener una inteligencia genial, tampoco hay bastante con ser catalán, sino que son necesarias las dos cosas a la vez y con la condición de adaptar la inteligencia a la realidad que es lo más difícil”. Todas estas líneas son alucinantes, comprenderán ustedes que uno quiera esconderse para que no le salpiquen, ni le puedan identificar como corresponsable de esta demencia. Se dirá que es tan burda que resulta inofensiva. No lo creo así, y sin entrar en comparaciones con otras clases de desórdenes y desarreglos, anidar errores de esta categoría no puede engendrar nada positivo y deseable.
La frase que les anuncié está al final del libro en cuestión. Pujols estaba persuadido de que los extranjeros acabarían reconociendo a los catalanes como compatriotas de la verdad, y que al darles la mano “les parecerá que tocan la verdad con las manos, y como habrá muchos que se pondrán a llorar de alegría, los catalanes les deberán secar los ojos con el pañuelo y ser catalán equivaldrá a tener los gastos pagados allá donde vaya, porque bastará y sobrará que se sea catalán para que la gente los tenga en su casa o les pague la fonda, que es el mejor regalo que se puede hacer a los catalanes cuando viajamos y, por supuesto, valdrá más ser catalán que millonario y como las apariencias engañan aunque sea más ignorante que un asno, cuando los extranjeros vean un catalán creerán que es un sabio y que lleva en la mano la verdad, por lo cual cuando Cataluña se vea reina y señora del mundo, será tanta nuestra fama y la admiración que todos nos tengan, que habrá muchos catalanes que por modestia no se atreverán a decir que lo son y se harán pasar por extranjeros”.
Sí, una patética ópera bufa, un narcisismo asombroso, audaz e insoportable. Se dirá que estas ideas hoy son absolutamente minoritarias, sí, en efecto, pero también lo debieron de ser en su momento, en 1918, y las veo significativas de un malestar.
Pujols no miraba por encima del hombro a los demás, pero su creencia tiene un hilo de continuidad con el presente supremacismo maniáticamente hispanófobo. Esta murga es muy pesada, pero está ahí. Y por esto comprendo que un amigo mío con solera catalana prefiera denominarse barcelonés antes que catalán. No lo hace por modestia, como aquel orate, admirado por Dalí, presumiese que algún día iba a suceder, sino por vergüenza a ser confundido con los usurpadores de la realidad, glotones que niegan la belleza accesible si no lleva su sello; o, en todo caso, no vacilan en inventarse la historia a su favor.