Ignacio Varela-El Confidencial
- Hacerse cargo del estado de ánimo de la sociedad no es realizar miles de encuestas de las que salgan sofisticadas campañas de comunicación para hacernos ver que nuestros ojos nos engañan. Esa es la parte fácil, pura técnica
Hay un aire apocalíptico en el ambiente. Parecía que tras la pandemia todo regresaría a la normalidad (¿recuerdan aquella fantochesca ‘nueva normalidad’ que proclamó Sánchez en junio de 2020?) y resulta que, además de no haberse terminado la pandemia, cuando nos quitamos las mascarillas se desataron a la vez todas las plagas, las antiguas y todas las nuevas.
Reapareció el espectro de la guerra en el suelo europeo y con ella vino un rebrote del militarismo armamentista. La inflación que teníamos casi olvidada azota todos los sectores de la economía, empezando por la de las familias. La palabra ‘pobreza’ cobra un nuevo significado —más próximo y presente, más visible— y se instala en la vida cotidiana: todos, los que producen, los que venden y los que compran, están a la vez aterrorizados y encabronados. Dicen que el empleo va bien, pero quienes más y mejor saben advierten de que se trata de un espejismo, cuando no de una simple estafa estadística: en todo caso, señalan, una ilusión efímera. Ningún mercado de trabajo resiste una oleada inflacionista sostenida, que afecta a la vez a la oferta y a la demanda.
El cambio climático dejó repentinamente de ser un problema de las próximas generaciones y convirtió los lugares fríos en templados, los templados en calurosos y los calurosos en hornos abrasadores: no tardaremos los sureños de Europa en huir de esta cazuela hirviente y buscar para las vacaciones los templados resorts turísticos que los países escandinavos ya están preparando. La crisis energética nos pilla a mitad de camino: demasiado tarde para refugiarnos de nuevo en el carbón y el petróleo y demasiado pronto para mover el mundo únicamente con energías limpias. Muchos países se arrepienten hoy, aunque no lo confiesen, de haber enterrado prematuramente la opción nuclear. Los ganaderos sacrifican el ganado porque les cuesta más mantenerlo vivo que intentar hacerlo productivo, los agricultores abandonan sus cosechas por el mismo motivo y los incendios incontrolables arrasan millones de hectáreas en todo el continente.
Cosas tan básicas como la electricidad y el agua, que dábamos por supuestas en nuestras sociedades acomodadas, serán —lo son ya— bienes de lujo que se venderán a precios siderales. Ojalá todo el problema del ahorro energético consistiera en apagar unos cuantos escaparates: las modestísimas medidas improvisadas por el Gobierno para salvar la cara en Bruselas no son sino el aperitivo de lo que habrá que hacer en los próximos meses. El término ‘racionamiento’ puede presentarse como una exageración demagógica de la oposición-que-no-arrima-el-hombro, pero el caso es que se ha hecho socialmente creíble.
Todo ello, en el marco de una guerra geoestratégica entre superpotencias que, como mínimo, suscita inquietudes fundadas sobre el futuro de la democracia. En este momento, solo el 25% de la humanidad disfruta de las libertades básicas y puede elegir a sus gobernantes; e incluso en esos lugares privilegiados la democracia representativa (perdón por la redundancia) está acosada por enemigos internos no despreciables. Hay quienes piensan, con argumentos sólidos, que el periodo de florecimiento de la libertad política, la prosperidad económica y la justicia social que se abrió en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial puede ser tan solo un paréntesis, una excepción histórica que estaría empezando a cerrarse precisamente ahora.
Insisto: en términos políticos, es relativamente indiferente que este panorama tétrico responda fielmente a la realidad, o sea una caricatura hipertrofiada de ella. Lo relevante es que se propaga en la atmósfera social un síndrome de catástrofe global que, al entrar de lleno en el radar del corto plazo, se convierte en un problema político inmediato, sobre todo para aquellos que necesitan ganar elecciones para acceder al Gobierno o permanecer en él.
Si, como le gusta repetir a Felipe González, la primera condición de un verdadero liderazgo político es la capacidad de hacerse cargo del estado de ánimo de la sociedad y, a continuación, ofrecerle un proyecto colectivo que sea a la vez objetivamente viable, creíble y deseable para la mayoría, se cuentan con los dedos de una mano los gobernantes actuales que se aproximan mínimamente a esos requerimientos. Desde luego, entre ellos no está la mezcla de robot emocional y Calígula narcisista que ocupa la Moncloa.
Además de la adicción al embuste, que ya forma parte estructural de su figura política, lo más llamativo del proceder de Pedro Sánchez como gobernante es su incapacidad radical, probablemente genética, para crear una mínima corriente de proximidad —lo que ahora se llama empatía— con la humanidad que lo rodea, incluso en las condiciones más propicias para ello. Los peores meses de la pandemia fueron el mejor ejemplo de esa ajenidad que el presidente transpira por todos sus poros. Eso afecta, por supuesto, al cuerpo electoral de los 35 millones de almas de las que depende su futuro político, pero también a quienes tratan con él día a día, incluyendo a sus colaboradores más inmediatos.
Hacerse cargo del estado de ánimo de la sociedad no es realizar miles de encuestas de las que salgan sofisticadas campañas de comunicación para hacernos ver que nuestros ojos nos engañan. Esa es la parte fácil, pura técnica. Hacerse cargo de algo va más lejos que constatarlo; significa realmente cargar con ello, por pesado que resulte, asumirlo como propio y ofrecer una salida que no sea una engañifa. Combatir la inflación con subvenciones clientelares o con el cínico argumento de que podría ser peor no es solo erróneo e inmoral, sino electoralmente contraproducente. Como lo será sustituir la acción efectiva de gobierno por fastos más o menos efectistas en la recta final de la legislatura, o entrar en una carrera enloquecida de sacrificios de peones cuando quien está a punto de recibir jaque mate es el rey (y no me refiero al jefe del Estado).
Hacerse cargo del estado de ánimo de la sociedad no es realizar miles de encuestas de las que salgan sofisticadas campañas de comunicación
Para gestionar el apocalipsis —sea este real o ficticio— y sobrevivir a unas elecciones hacen falta, para empezar, dos cosas de las que Sánchez ha demostrado sobradamente carecer: por una parte, toneladas de crédito político y personal y de autoridad moral. Por otra, una capacidad superlativa para hilar complicidades, aglutinar voluntades dispares y tejer grandes mayorías que superen las trincheras partidistas. En resumen, restaurar íntegramente el sentido de comunidad —lo que es antagónico con el azuzamiento de todo lo identitario y cismático—. Y por supuesto, decir la verdad, aunque sea de vez en cuando. Estallará la batalla del agua y alguien desde la Moncloa nos exigirá que le agradezcamos que salga agua del grifo o que podamos darnos una ducha caliente a las horas permitidas; y el honrado pueblo lo mandará a hacer puñetas sin mirarle la etiqueta.
Sospecho y deseo que se acabó el tiempo del ilusionismo político. El personal está saturado de magos de guardarropía, tahúres, pícaros, prestidigitadores de la imagen o presuntuosos exhibicionistas de los signos externos de un poder tan abusivo en su ejercicio como vacuo en su contenido. Vuelven a cotizarse la grandeza, la longitud en la mirada y la serenidad. Pero para encontrarlas en la política española hace falta algo más que la lámpara de Diógenes.