España se enfrenta a un problema de enorme gravedad que sin duda los constituyentes de 1978 no previeron y que no hubiera cabido ni por asomo en su imaginación. Un candidato a presidente del Gobierno está dispuesto, con tal de obtener la mayoría necesaria en el Congreso para su investidura, a dinamitar la obra de la Transición saltándose nuestra Ley de leyes, la independencia de los poderes y el sacrosanto principio de la igualdad de todos los españoles en derechos y en deberes. En efecto, las dos exigencias planteadas por el prófugo de la justicia Carles Puigdemont a Pedro Sánchez, la amnistía para todos los encausados por el intento de golpe de octubre de 2017 y la celebración de un referéndum de autodeterminación en Cataluña, son ambas de realización imposible en el marco legal vigente. Por tanto, satisfacerlas implicaría abrir la puerta a la transformación de España de un Estado de Derecho a una autocracia arbitraria y de una monarquía constitucional y parlamentaria a una república confederal de naciones de nuevo cuño liquidando así la existencia de una unidad multisecular consagrada por la historia y perfectamente establecida en el Título Preliminar de nuestra Norma Fundamental. Por increíble que parezca, esta es la situación en la que nos encontramos y la pregunta que da título a esta columna adquiere absoluta relevancia: ¿Hay alguna forma sin rebasar el perímetro del orden jurídico en vigor de impedir que el presidente de Gobierno en funciones cometa la barbaridad que pretende?
Ignacio Camuñas ha señalado recientemente la necesidad de que el Rey, antes de proponer al Congreso un candidato a presidente del Gobierno, ha de escuchar a todos los Grupos Parlamentarios y si algunos de ellos se mantienen en su actitud rebelde de no acudir al palacio de La Zarzuela para cumplir el trámite de la consulta real, al jefe del Estado le sería imposible constatar fehacientemente el volumen de apoyos con los que cuenta Sánchez y, en consecuencia, éste no obtendría la designación. Se daría así la paradoja de que los mismos que piensan utilizar al candidato para conseguir sus disolventes fines, le barrerían el paso a La Moncloa. Otro aspecto que señala con acierto el ex ministro de Relaciones con las Cortes es que, si el Rey comprueba en sus contactos con los Grupos que las condiciones impuestas a Sánchez son incompatibles con el ordenamiento constitucional y, entiendo yo, en aplicación del artículo 56.1 de nuestra Carta Magna (el Rey “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”) tampoco cursaría la propuesta a la presidenta de las Cortes.
El Rey actuaría así con el máximo respeto a su papel constitucional y los dos interpelados cargarían con la responsabilidad si rechazasen su consejo
Además de las dos dificultades apuntadas, que son sin duda de calado, hay otros mecanismos posibles para salvar a la Nación de su disgregación y a la justicia de ser burlada. El primero consistiría en que el monarca, siempre de acuerdo con el mencionado artículo 56.1, llamase a capítulo a los líderes de los dos partidos más votados en las últimas elecciones generales y les instase a ponerse de acuerdo en la formación de un Gobierno de gran coalición que liberase a España del chantaje separatista. El Rey actuaría así con el máximo respeto a su papel constitucional y los dos interpelados cargarían con la responsabilidad si rechazasen su consejo. Una segunda vía estribaría en que Feijóo, como cabeza de la fuerza más votada, le ofreciera a Sánchez la fórmula del Gobierno de gran coalición sobre la base de un programa pactado que afrontase las reformas estructurales que España necesita. Una negativa de Sánchez a esta posibilidad pondría de relieve su preferencia por tener como socios a los enemigos contumaces de España antes que al otro principal partido nacional. Una tercera se situaría en el seno del PSOE. Si el conjunto de sus figuras señeras que en estos días han manifestado claramente su rechazo a los planes de Sánchez, Felipe González, Alfonso Guerra, Nicolás Redondo, Ramón Jáuregui, Joaquín Leguina, Paco Vázquez, Virgilio Zapatero y otros de similar relevancia, forzasen, poniendo en juego su prestigio y su autoridad moral, un cambio de posición del Comité Federal en defensa de la Constitución, del imperio de la ley y de la unidad nacional, el secretario general del PSOE se vería obligado a renunciar a sus turbios designios. Una cuarta ocurriría si el pueblo español se lanzase en masa a la calle y los estamentos más destacados de nuestra sociedad, empresariales, financieros, funcionariales, profesionales, culturales e intelectuales, emitiesen al unísono mensajes contundentes e inequívocos de protesta y condena. Semejante reacción masiva podría tener efectos disuasorios sobre Sánchez. Y, por último, cabe la tenue, muy tenue esperanza, de que, a la hora de la verdad, entre los ciento veintiún hombres y mujeres que ocupan los escaños socialistas en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, haya siete, tan sólo siete, que alberguen todavía en sus conciencias el patriotismo y el recto sentido moral que les presten el ánimo suficiente para abstenerse en una eventual votación de investidura de un Sánchez voluntariamente prisionero del independentismo.
Si por cualquiera de estos caminos Sánchez viese frustrada su intención de consumar la traición a su país con la que hoy nos amenaza, se convocarían nuevas elecciones en las que los españoles disfrutaríamos de la oportunidad de corregir el endiablado resultado de las urnas del pasado 23 de julio. Si acaece esta circunstancia, ojalá sepamos aprovecharla.