José Luis Zubizarreta-El Correo

  •  El respetable empeño de Urkullu por reconducir la cuestión territorial choca con una historia que, aunque contingente y azarosa, lo hace casi inviable

Mientras política, medios y hasta la Academia andan revueltos y agitados, entre el enfado de unos y el alborozo de otros, por las arrogantes y desmedidas exigencias del expresidente Puigdemont, la sensata y respetuosa propuesta que el lehendakari Urkullu ha hecho pública sigue calladamente presente, mantenida con un hilo de vida por el tesón de su propio autor. Ni la distante frialdad con que la ha acogido su partido hace pensar que vaya a jugar, como parece pretender, un papel en los movimientos que están produciéndose en torno a la investidura. Han bastado un ‘obiter dictum’ del autor y el prurito nominalista de algún que otro lector para descalificarla y ridiculizarla. De un lado, la mera mención de la plurinacionalidad en que vivió el país hasta el siglo XVIII ha provocado la risa de unos supuestos sabios que un día aplaudieron embelesados las ocurrencias austracistas del nunca bastante llorado Ernest Lluch. Y del nombre «convención», que, precedido, como va, de un humilde «sugiero», podría verse sustituido por un sinónimo que se juzgara menos ofensivo, han hecho escarnio quienes no dudan en alabar la audacia de una mesa interpuesta entre los gobiernos español y catalán para negociar asuntos de evidente trascendencia constitucional. Con o si la confianza de que el PNV no vacilará en su apoyo al conglomerado de progreso que bracea por repetirse, corregido y aumentado, permitiera tan desdeñosa actitud hacia uno de sus más respetables miembros.

Pero, disculpado el desahogo, vayamos al fondo del asunto, que no es otro que el diagnóstico que Urkullu hace del desarrollo de la cuestión territorial y el tratamiento que para su reconducción propone. Presentada su trayectoria personal proclive al diálogo y reconocido el camino abierto por la Constitución de 1978, el lehendakari recorre los «intentos de involución» que el desarrollo autonómico ha sufrido desde entonces. La lista es larga y suficiente para hacer dudar al más entusiasta de su eventual acrítico constitucionalismo. No cabe aquí repetirla. Pero, tras la sentencia de 1983 de aquel primer y prestigioso TC contra la LOAPA, los hechos que siguieron se han empeñado en corregirla y hacerla desembocar en un ‘café para todos’ que, contra todo pronóstico constitucional, ha llegado a difuminar, vía reforma estatutaria, la distinción entre ‘nacionalidades y regiones’. Lea el lector la lista y aprecie si cada uno de sus ítems no le invita al asentimiento. Pero más allá de la descripción que hace Urkullu, importa pensar en el carácter contingente de unas leyes y sentencias que siguieron una senda, pudiendo haber tomado otras de idéntica constitucionalidad. Y es que dejar pasar como constitucional una ley sometida a recurso no implica necesariamente la inconstitucionalidad de toda otra alternativa. Con todo, es aquella la que marca el sentido de la historia.

Urkullu cree que los comicios del 23-J abren la oportunidad de reconducir la cuestión territorial desde una voluntad de acuerdo. «Sugiere» para ello la tan controvertida «convención constitucional», que buscaría una interpretación compartida «sobre aquello que la Constitución de 1978 no ha resuelto bien en relación con la cuestión territorial». Él mismo reconoce que no será «un camino expedito». Y, en verdad, confluyen en él asuntos de tan variada naturaleza que exigirían «convenciones» diversas de diversos cometidos y composición. Se mezclan cuestiones de especificidad vasco-navarra -Concierto o Convenios, derechos históricos y foralidad-, que requieren bilateralidad, con otras que afectan a las «nacionalidades históricas» y, finalmente, las que comparten todas las Comunidades. El desbroce sería complejo y, para su consumación, la actual coyuntura, más que abrir oportunidades, en mi opinión, las cierra.

Se trata, pues, de una propuesta o un trío de propuestas cuya viabilidad, en la presente coyuntura, no está asegurada. A su complejidad interna se añade la citada contingencia de una historia que, lejos de haber transcurrido en vano, ha creado convicciones, sentimientos y derechos cuya irreversibilidad se impone al punto de que lo antaño posible -y que como tal fue concebido- haya devenido hogaño imposible. La excepcionalidad, por ejemplo, choca hoy con un profundo sentir común que la toma por intolerable agravio. Lo cual no obsta para reconocer y respetar un empeño que el lehendakari tiene todo el derecho a afrontar y a ver abordado en profundidad y sin prejuicios. Pena daría, en efecto, un país en el que la sensatez y el respeto no pudieran plantear siquiera objetivos más cabales que los que la arrogancia y la desmesura exigen cobrarse como deuda.