Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo

Cuando la pandemia llegaba a su fin y las preocupaciones económicas sustituían a las urgencias sanitarias, los fondos europeos se presentaron como la solución, considerando su cuantía, para la atonía que arrastraban las economías de la UE, y como la mejor esperanza de incentivar las reformas necesarias, para que los Veintisiete pudieran seguir el ritmo de sus competidores chinos y americanos que nos iban dejando atrás con insolente rapidez. No era para menos, su volumen inmenso y el especial mecanismo de financiación abría la puerta a una mutualización de las deudas que, hasta entonces, había sido una barrera inamovible para los países que defienden la ortodoxia.

En ese ambiente de euforia por el acuerdo logrado y por las esperanzas de que su esperada eficacia ahuyentarían los temores de una recesión, nadie lo criticó y todos lo aplaudimos. Veníamos de tiempos oscuros y necesitábamos clavos para agarrarnos, aunque estuviesen ardiendo. Los que más aplaudieron fueron, sin duda, los propios miembros del Consejo de Ministros que se rompieron las manos al recibir al presidente Sánchez, a su vuelta de Bruselas, en una actitud un tanto sonrojante. Pero nos tocaban casi 150.000 millones, que es una cantidad cuya magnitud disculpa cualquier exceso servil y autocomplaciente.

Desde entonces ha pasado mucho tiempo y no han ido ni tan bien, ni sobre todo tan rápido como hubiera sido deseable y necesario. Para que nadie me acuse de resentimiento irreflexivo ni de crítica injusta e interesada, voy a desgranarle las opiniones que esta semana ha emitido al respecto el Banco de España. El titular es impactante y el contenido sumamente preocupante. El Banco de España avisa de que la lenta ejecución de los fondos europeos puede dinamitar las previsiones de crecimiento del PIB elaboradas por el Gobierno. Ya sabe que la entrega de una buena parte de los dineros prometidos quedaba condicionada a la realización de una serie de reformas destinadas a flexibilizar estructuras y a modernizarlas, con el objetivo de aumentar la productividad de la economía española y reforzar su capacidad de competir en el mundo.

Lo curioso, lo dice el BdE, es que mientras que el 60% de las reformas comprometidas han sido realizadas (¿no le parece mucho?), la ejecución de los fondos, las inversiones completadas no llegan ni al 10% de los dineros recibidos. ¿Cómo es eso posible? Pues no hay duda del propio tamaño del empeño lo ha complicado todo. Y tampoco la hay de que la maraña burocrática que es necesario sortear en nuestro país, compuesta por ayuntamientos, autonomías y ministerios convierten el camino a recorrer en un vía crucis interminable.

Siempre pensé que ‘dirigir’ el proceso de inversión desde las esferas de la política era un error. No solo porque ya hay más de cien demandas por actuaciones supuestamente abusivas, sino porque nadie conoce mejor que los propios empresarios y dirigentes cuáles son los verdaderos problemas de competencia que tienen sus empresas y cuales las inversiones más convenientes para resolverlos.

Claro que no se podía dejar la concesión de las ayudas a su criterio exclusivo, pero se podría condicionar al grado de su compromiso para acometer a su costa una parte de esas inversiones. Es decir, preguntarles, ¿cuánto dinero necesita para modernizar su empresa? ¿Cuánto de él pone usted? Luego daría las ayudas a quien multiplicase su efecto sobre la inversión y el empleo. Sin pretender saber desde el ministerio qué industria tiene más futuro, ni qué empresa es más viable.

Pero como nos mandan unos señores, y unas señoras claro, tan listos y listas que lo saben todo, pues nada ahí vamos. A trancas y a barrancas, a la espera de un dinero que mientras no llega, no ayuda.