JUANJO SÁNCHEZ ARRESEIGOR-EL CORREO
Para comprender el sistema de gobierno talibán, es necesario recordar el origen de este movimiento. Los talibanes son los hijos de los campamentos, huérfanos de guerra desarraigados de casi todo su contexto cultural: historia, tradiciones, folclore… Su única referencia es la versión más retrógrada del islam en versión wahabí. Por eso, cuando gobernaron casi todo Afganistán entre 1996 y 2001, su Administración se limitó al mantenimiento del orden público y la imposición de la moral wahabí mediante castigos draconianos. El resto, sencillamente, creían que no era de su incumbencia.
Los talibanes son guerreros, pero eso es todo lo que son. Económicamente son rentistas: viven de las subvenciones de los servicios secretos pakistaníes y los jeques del Golfo Pérsico. También recaudan tributos del contrabando y del cultivo de adormidera. Ellos personalmente no son corruptos; todos viven de forma espartana. No se manchan las manos con estos tráficos, pero les dejan operar a cambio de fuertes pagos. La economía productiva es algo que sencillamente no ocupa lugar en su pensamiento.
Los talibanes son pastunes. Este grupo étnico, tradicionalmente dominante, supone tan solo el 42% de la población total, pero siempre han monopolizado el poder a todos los niveles. Bajo capas de infinita religiosidad, los talibanes son de facto la milicia de la etnia pastún y suelen colocar a gente de su etnia en todos los puestos de mando.
Los talibanes son exclusivamente hombres: en otros tiempos y lugares ha estado vigente un extremo machismo de inspiración religiosa, pero incluso los más fanáticos tenían madres, tías, hermanas, vecinas, maestras… Los talibanes, no. Huérfanos desplazados en un entorno exclusivamente masculino, adoctrinados desde la infancia, para ellos las mujeres son poco menos que alienígenas. No saben nada de ellas y sus misóginos maestros las describen de formas extremadamente poco halagüeñas. Por eso las someten a una especie de arresto domiciliario vitalicio.
¿Qué va a suceder ahora? Mientras duró la lucha, los talibanes se esforzaron en mantener un perfil más amable: toleraban escuelas de niñas, aunque fiscalizando estrictamente el temario, y mostraban cierto aperturismo hacia las restantes minorías étnicas: uzbecos, tayikos, házaras, baluchis… Pero ahora que han triunfado, nadie se cree que vayan a mantener esa moderación. Por eso la gente se agolpa en el aeropuerto de Kabul para escapar. Pero, ¿y después, cuando todos los vencidos hayan huido o hayan sido purgados?
Los talibanes son la Nada. Su único programa es implantar la legislación islámica tradicional, la sharía. Todo su sistema de administración territorial se reduce a nombrar a dedo a las autoridades regionales e ir rotando con frecuencia a los gobernadores y otros dignatarios para que no vayan consolidando sus propias bases de poder a nivel local. Eso hubiera sido suficiente en el siglo XII, o incluso en el siglo XVII, pero no en pleno siglo XXI. En cuanto a infraestructuras, casi todos proceden de un entorno rural preindustrial donde ese tipo de cosas sencillamente no existen ni se percibe que hagan falta, de manera que no les preocupa el tema.
En todo esto se ve un marcado contraste entre los talibanes y otros tan fanáticos como ellos: el Estado Islámico, cuyos líderes sí que intentaron desarrollar una gestión de gobierno a todos los niveles. Pero los adeptos del Estados Islámico no eran huérfanos desarraigados. Procedían de Estados musulmanes considerablemente más desarrollados que Afganistán. Muchos eran hijos de la emigración a Europa y por lo tanto, todo eso de carreras, alcantarillado y administración pública en general lo daban por sentado.
Una vez acabada la guerra, los talibanes probablemente erradicaran el tráfico de drogas sin contemplaciones, pero es dudoso que estorben a las mafias de camioneros que organizan el contrabando internacional. Su honestidad, si la mantienen, supondrá un cambio positivo con respecto a la corrupción, consuetudinaria desde mucho antes de la invasión soviética. Pero al final no son más que la milicia de una sola etnia, y en gran parte del territorio van a ser vistos como una fuerza de ocupación. Impedir que las mujeres trabajen va a dejar en la miseria a múltiples familias. Sin educación superior laica, no habrá manera de levantar una economía productiva. En estas condiciones, aunque su política exterior sea pacifica para no repetir su caída de 2001, es muy dudoso que los talibanes puedan conservar el poder durante mucho tiempo.