Lorenzo Silva-El Español
No debe sorprendernos mucho, cuando siguen sonando a estas alturas voces que invitan a “comprender” a quienes en su día se integraron en la organización armada, y obedecieron sin preguntarse nada sus consignas de asesinar y amedrentar, en días en los que España ya se había dado una democracia y un Estado de derecho y a los vascos un autogobierno que no tiene parangón en Europa. A los que se empeñaron en esa vía cegada, injusta y cruel para no acabar obteniendo nada en absoluto.
No son sólo quienes militan en la izquierda aberzale los que exhortan a ese ejercicio de “comprensión”. En cierto modo, esta mirada desde la empatía con el terrorista, con los suyos y sus motivos impregna buena parte del relato que se nos hace de la extorsión etarra, compatible con una antipatía a veces nada indisimulada hacia quienes la combatían y la neutralizaron.
Y ya está bien. Quizá sea hora de decir, alto y claro, que no hay otro lugar para esa empatía y esa comprensión, combinadas con la cicatería hacia los servidores del Estado de derecho, que la tergiversación y la manipulación interesada o sectaria de los hechos realmente acaecidos. En la historia de ETA no sólo se acumula una cantidad insoportable de acciones injustificables desde cualquier punto de vista, por la ilegitimidad y la miseria moral con que menoscabaron las libertades y los derechos de tantos vascos y españoles inocentes. También consta que ETA y sus militantes bajaron a abismos de indignidad e inhumanidad que impiden cualquier comprensión ética o racional, y que no deja a quienes representan por voluntad propia las ideas que animaron a los etarras, y custodian su memoria e intereses, otra salida que el distanciamiento radical e inequívoco, para poder ser readmitidos en una sociedad civilizada y democrática.
No es rencor ni resentimiento recordar que ETA asesinó una y otra vez a personas delante de sus hijos pequeños, y también a estos propios niños, cuando le convino o creyó que aumentaría su “acumulación de fuerzas” frente al “Estado español”, a fin de arrancarle la independencia de una Euskal Herria donde ellos se lo guisarían y se lo comerían con la autoridad derivada de haber aterrorizado a sus conciudadanos. Con ello no le hicieron daño alguno a esa entelequia estatal a la que tanto aluden, y que ni sufre ni padece; pero aceptaron destruir para siempre las vidas de los que sí sufren: los seres humanos asesinados o a quienes les infligieron lesiones físicas y psicológicas irreparables.
No hay idea ni consideración que nos permita “comprender” esa falta de la más elemental compasión. Tampoco la hay para el que disfruta torturando a un semejante indefenso, por cierto; pero tratar de equiparar los casos que de eso hubo, limitados en el tiempo y la cantidad, con el desenfreno de casi medio siglo de plomo y explosivo, para construir una balanza ilusoria con la que eludir la retractación, es un regalo que la sociedad española y la vasca no pueden hacerles a quienes tanto (y con tanto ahínco) las dañaron. A ver si cuando se cumplan los diez años de la disolución de ETA logramos que el protagonista sea otro.