MANUEL MONTERO-EL CORREO
- El desplazamiento desde la racionalidad a la emoción cohesiona grupos y gesta movimientos amplios, pero puede crear ficciones a la hora de concebir programas
Todos los ciudadanos somos iguales, pero algunos protagonizan con mayor ahínco la vida pública. En los últimos tiempos destacan entre nosotros dos especímenes: los que se sienten comprometidos y los que están indignados. Con frecuencia ambas actitudes coinciden en un mismo sujeto. Entrelazados o separados, tienen una extraordinaria capacidad de causar estragos. Como puede verse día a día.
Es lo que se lleva: gente comprometida e indignada. Logras pasar por lo uno o por lo otro y ya eres superguay. Ambas circunstancias se predican en abstracto, por lo que no hay que desgastarse, basta que corra la idea. Nos imaginamos al ciudadano comprometido como un individuo serio, que se identifica con alguna causa (o con todas).
El compromiso social constituye una actitud vital cuya escenificación puede ser etérea. No exige grandes actuaciones, solo expresar la voluntad. Dices que eres una persona comprometida y lo mismo da que lo seas con el medio ambiente, la promoción del aceite, las ballenas, los marginados, la identidad vasca, el mantenimiento de la selva amazónica, el planeta o cualquier causa de las que llevan a participar en carreras populares en las que echas el bofe porque no estás acostumbrado.
El sujeto comprometido debe manifestar todo el rato su pasión. Siempre con rictus solidario, frasecitas significativas vengan o no a cuento -«¿te has enterado de que están desapareciendo las abejas?»-, manifestación constante de su predisposición irrefrenable a no perderse ninguna causa social o cultural…
El ciudadano comprometido ha de despotricar de la sociedad de consumo que nos corroe, del turismo en tribu o hacerse vegano -y si le gusta la carne, mostrar su deseo de abandonarla en un futuro próximo-. Vale también mostrar repelús por los bancos y las multinacionales o su ilusión vital de recorrer Alsacia en bici, incluso si su condición física, manifiestamente mejorable, sugiere que los sueños, sueños son. El comprometido construye un espacio onírico.
Le conviene indignarse con el actual estado de cosas. Hace unos diez años la indignación nos inundó. Clamaba contra la crisis económica, contra el bipartidismo, contra los políticos profesionales, más o menos contra todo, no solo contra el sistema capitalista, Estados Unidos, Marruecos o Israel, los habituales chivos expiatorios del cabreo progresista, además de España.
Se atribuyó a la indignación un poder regenerador. Y fue saludado como un aliento vivificador. Se convirtió en la gran esperanza. Sin embargo, trajo algunas novedades a la política que rompían con las lógicas tradicionales pero que no eran necesariamente positivas, por mucho que se las tachara de renovadoras. Primero, daba protagonismo a ciudadanos llenos de ira, no guiados por elementos racionales sino por sentimientos. El desplazamiento desde la racionalidad a la emoción cohesiona grupos y gesta movimientos amplios, pero puede crear ficciones, a la hora de concebir futuros y programas.
Tenía fuerza gritar «sí se puede», agarrándose de las manos o en grupo prieto, pues transmite emoción, sensación de unidad y propósito colectivo, pero la potencial eficacia de este sistema al diseñar proyectos parece limitada. La cohesión se resiente cuando toca hacer propuestas, no digamos si hay que llevarlas a la práctica.
La imagen de la indignación como motor de la política tuvo notables efectos. De pronto, se entendía que la indignación es una virtud cívica democrática, por lo que los elementos emocionales se adueñaron del discurso político, no sólo del movimiento de indignados.
El político tuvo que mostrarse sensible, cargado de emociones, demostrando solidaridad y que es como nosotros. El empeño tuvo particulares dificultades, pues el político patrio da en cenizo, soso y robótico, como salido de algún laboratorio mediático rudimentario. Suple sus carencias sobreactuando. Nadie puede parecer indiferente ante nada, pues pierde ‘autoridad’. Es posible que el final de Rajoy se debiera a su incapacidad de cambiar el rictus.
Otro efecto fatal fue la idea de que sectores sociales airados, llenos de emociones, salvarían la democracia, por su capacidad de sacudirnos del letargo propio de la sociedad de consumo. El ciudadano común quedó como torpón, al ser incapaz de indignarse por los sucesivos desmanes sociales que nos afligen.
La indignación tiene capacidad movilizadora, pero a largo plazo resulta cansina. Como los ciudadanos comprometidos, que están bien como actitud personal, pero hartan si se convierten en protagonistas sociales.
De la época en que se entendió que la indignación era un motor social queda la confianza en cuatro lemas. Hoy: ‘quitarse la corbata’, ‘no dejar a nadie atrás’, ‘la clase media y trabajadora de este país’, ‘la gente de este país’, que tanto gustan a los comprometidos y al jefe del desastre.