Tonia Etxarri-El Correo
Que las exigencias de Puigdemont ofenden a los constitucionalistas, como se teme el expresidente de los socialistas vascos, Jesús Eguiguren, es un hecho palmario. La amnistía en ciernes que se está cocinando entre La Moncloa y Waterloo ha removido de sus asientos a ilustres críticos que se van manifestando como versos sueltos de aquel partido centenario que un día fue socialdemócrata y tuvo sentido de Estado. No forman parte ya de la primera línea de la política, cierto, pero se ha producido un despliegue de lamentos que se va extendiendo como un reguero con la pretensión de influir a Pedro Sánchez pero que, en realidad, no traspasa ni afecta ni se nota en la familia sanchista.
Si La Moncloa sigue viendo factible la investidura de Pedro Sánchez, pese al chantaje del prófugo de la justicia, a los socialistas vascos, por ejemplo, les parecen constructivas algunas críticas de sus compañeros aunque están persuadidos de que esos reparos no deberían hacer desistir a Pedro Sánchez de su empeño en sacar adelante su investidura a cualquier precio. Es un juego peligroso. El de la manipulación de los conceptos, llamando a los problemas con otro nombre. Las críticas de sus mayores, desde Felipe González hasta Almunia, llevan implícito un ruego. Que no. Que no se traspasen líneas rojas como la amnistía. Que no lo hagan en su nombre.
Se están convirtiendo en un contrapeso a la ‘narcosis colectiva’ en la que se han sumido esa gran masa de ciudadanos que prefieren ver a Puigdemont por la calle, con sus antecedentes penales libres de polvo y paja, que a Feijóo gobernando y apoyado desde fuera por Vox. Pero no pasan de ser un simple incordio. Precisamente porque no se quiere reconocer que Puigdemont está exigiendo la rendición incondicional del Estado de Derecho, el despliegue de socialistas históricos que han decidido salir al rescate de los principios constitucionales está movido por la inconfesable convicción de que Sánchez no les hará ni caso. Porque nunca estuvo tan débil y necesita el poder.
Con el borrado de los delitos, que eso implica la amnistía que exige Puigdemont, no podrá haber, sin embargo, atajos jurídicos. Cuando Feijóo dice que si se intenta imponer una ley del olvido (propio de una situación transitoria de la dictadura a la democracia como ocurrió en el 77) habrá respuesta judicial, política y electoral, sabe de lo que habla. La reacción electoral ya se verá cuando volvamos a las urnas. La política la está empezando a dar la oposición y tantos socialistas preocupados. Habrá que ver la reacción judicial. La Moncloa lo fía todo a que su cesión a Puigdemont pase el filtro del Tribunal Constitucional.
Una amnistía, en democracia, significa impunidad de los delitos. Llarena y Marchena tendrán que estudiar este proceso de deconstrucción de sus casos. Los intereses políticos no pueden estar por encima de la ley. Veremos si hay partido. Si el magistrado Juan Carlos Campo, ahora en el Constitucional, incurre en la tentación de decir que la amnistía que él descartó se ha convertido en una calabaza. Hoy, 11 de setiembre, en la conmemoración de la Diada, Pere Aragonés se incorporará a la manifestación de los radicales de la ANC. Para sumarse a la presión por la independencia. Hasta aquí debería llegar Pedro Sánchez. Su ‘no es no’ debería dirigirse a quienes pretenden acabar con el consenso de la Transición. Eso piensan quienes se muestran alarmados pero piensan seguir votando a Sánchez tapándose la nariz.