Tonia Etxarri-El Correo

Así le gritaban a Pedro Sánchez sus seguidores cuando celebraban su victoria en la noche electoral: «Con Rivera, no». Justo lo contrario de lo que desean los sectores económicos, la Bolsa y esa parte de la sociedad que siente pánico escénico al imaginar un Gobierno de izquierda populista. El dirigente socialista les escuchó y dijo que no pensaba establecer cordones sanitarios, tal y como había hecho Rivera con él durante la campaña. Pero quien tendría que dar el cambiazo, ante este supuesto pacto, debería ser el líder de la formación naranja, sobre quien se está proyectando una intensa presión para que contribuya a formar un Gobierno que se aleje de cualquier aventura populista y nacionalista. A este país no le conviene que el ganador de las elecciones tenga que repartir el botín gubernamental con los populistas. Porque un Gobierno PSOE y Podemos se alejaría de un perfil de centro y marcaría una política claramente intervencionista desde el Estado, una alta presión fiscal a todos los niveles. Y desde el punto de vista territorial, el nuevo Estado de las autonomías quedaría irreconocible. Con una fórmula federal o confederal y referéndums a la carta. No digamos ya si el dirigente socialista, a quien le gustaría gobernar en solitario, recurre finalmente a las fuerzas independentistas.

Pactar con Ciudadanos, hoy por hoy, resulta inimaginable. En primer lugar porque Rivera, que ha sido el otro ganador de las elecciones gracias a su enfoque del «no es no» a Sánchez, no puede dar un giro de 180 grados. Su plan es ganar el liderazgo de la oposición del centro derecha. Quiere hacer el ‘sorpasso’ al PP en las próximas elecciones autonómicas y locales en buena parte de España. Si pactara con Sánchez se quedaría en tierra de nadie, fagocitado por el PSOE como ya le ha ocurrido en cierto modo a Pablo Iglesias.

Pero, además, socialistas y liberales mantienen hondas divergencias en el conflicto secesionista catalán. Ciudadanos reclama una intervención permanente mientras se siga vulnerando la Constitución por parte de las instituciones catalanas. Su propuesta de reforma constitucional va dirigida, en los dos casos, en sentido contrario.

En Cataluña, el independentismo se ha estancado en los dos millones de votos. Pero las fuerzas que defienden un referéndum secesionista son ya hegemónicas. El conflicto catalán sigue enquistado. Meritxell Batet dijo que «imponer la Constitución a quienes la rechazan no es la solución». Pero Sánchez acaba de marcar una línea roja para sellar alianzas: la defensa de la Carta Magna. ¿O no?