Juan Carlos Girauta, ABC, 25/3/12
Políticos menos valientes que los de la Transición nos pintan hoy, no sólo en Cataluña, la Constitución como un corsé, como una mordaza, como un grillete. Algunos se desmarcan de ella aduciendo que, por edad, no pudieron votarla. Como si las constituciones se hicieran para un par de generaciones. La de 1978 la parieron conservadores y eurocomunistas, centristas, socialistas y nacionalistas, y al Estado de Derecho resultante no le faltó ninguno de sus requisitos definitorios.
La legitimidad del proceso fue impecable, incluyendo la ratificación del pueblo español en el referéndum del 6 de diciembre: con una participación superior al 67 por ciento, el voto favorable ascendió al 88’5 por ciento. Especial apoyo obtuvo en Cataluña, donde el «sí» sobrepasó el 90 por ciento.
En 1977 se había restaurado la Generalitat, acontecimiento inseparable de Josep Tarradellas y sus primeras palabras en un balcón de la Plaça Sant Jaume: «¡Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!» Allí estaba, sí, con toda su prudencia y lealtad, un presidente que no se fiaba ni un pelo del hombre que habría de sucederle.
Médico por formación, banquero fallido y antifranquista con cárcel, Jordi Pujol fundó su partido en 1974. Seis años después alcanzó el cargo que ocuparía durante casi un cuarto de siglo. Ya anciano, un día defiende abiertamente la independencia, encabezando moralmente la temeraria estrategia de su partido, y al siguiente matiza: «Quizá no sea del todo viable». Don Jordi es el hacedor de la Cataluña actual, cuyas extensiones públicas razonan —e incluso hablan— como él.
Un gran número de catalanes vive, intelectual y sentimentalmente, en el país sojuzgado y digno, derrotado pero en pie, imaginado por Jordi Pujol. Más pragmáticamente, a él se debe la creación de un pequeño Estado dentro del Estado. A él y a los errores diagnósticos de todos los gobiernos españoles. El hijo del gran hacedor se está convirtiendo ahora mismo en líder de su partido. Al XVI Congreso de CDC, que hoy se clausura, han acudido casi dos mil delegados, el 71 por ciento de los cuales desea un Estado propio para Cataluña, mientras que el 91 por ciento votaría por la independencia en un referéndum. Son datos proporcionados por Oriol Pujol, quien también nos advierte: «La transición nacional es irreversible».
Es conveniente que el Gobierno español y el PP se detengan a considerar la situación. El nacionalismo antes llamado «moderado» viene alimentando, con su amenaza de secesión, una tensión creciente. El argumento central, implícito o explícito, es sabido: «Querríamos ser españoles, pero este Estado centralista no nos deja, y además nos expolia». El argumento no contiene ni una sola verdad. Algunos leen la deriva de Convergència como una estrategia que persigue objetivos financieros. Sin embargo, al Gobierno Mas no se le escapa que, en ese terreno, su óptimo está en la negociación con Rajoy, y que la vía hostil —por ejemplo, la de la consulta, planteada como un paso más en la «transición nacional»—, le privará del consenso interno sobre la mejora del sistema.
El problema es que Convergència se ha convertido realmente en lo que dice ser. Ni sus votantes, ni sus militantes, ni sus cargos y alcaldes distinguen entre fines afirmados y objetivos estratégicos, como se supone que hacen sus dirigentes. El sentimentalismo como herramienta política encierra especial peligro en contextos de grave crisis económica, y si Jordi Pujol pasó de aprendiz de brujo a brujo titulado, difícilmente sus epígonos obtendrán el grado. Para desgracia de Artur Mas, la gran argucia va a chocar en la Moncloa con un hombre de maneras suaves, de los que no entran al trapo y prefieren que el adversario se ahorque con su propia soga.
Juan Carlos Girauta, ABC, 25/3/12