IGNACIO CAMACHO-ABC

  • España es ya un país peligrosamente dividido en hemisferios paralelos donde cada bando adapta la realidad a su propio sesgo

La democracia se basa en la existencia de un conjunto de conceptos compartidos. Pocos y elementales: el pueblo como fuente de soberanía, la alternancia en el poder, el respeto a las minorías, la subordinación de ciudadanos e instituciones a un orden jurídico. También los consensos de Estado, un exiguo puñado de asuntos de interés general blindados al vaivén de los partidos, y un cierto margen de tolerancia con los inevitables excesos de sectarismo en el juego político. Se trata, en definitiva, de que la sociedad sepa convivir mediante la aceptación de unas reglas y el entendimiento común de unas bases mínimas que sirvan de vínculo. Cuando deja de funcionar esa comprensión convencional, esa especie de idioma colectivo, lo que queda es una jungla de instintos, una fractura social donde sólo rige la voluntad hegemónica de unos grupos de individuos que tratan de imponer sobre el resto los paradigmas, creencias y preceptos de su propia tribu.

Lo que está ocurriendo en la España de Sánchez es un proceso, bastante acelerado, de abolición de los espacios de encuentro. La estrategia divisiva del Gobierno ha levantado una pared –el famoso ‘muro’– que compartimenta a la población en bandos ideológicos opuestos cuyas filias y fobias se retroalimentan a través de algoritmos digitales convertidos en cámaras de eco. El problema ha llegado a un punto en que esas dos facciones viven en hemisferios paralelos, simétricos, y ya no sólo no comparten fundamentos sino que ni siquiera están dispuestas a reconocer los mismos hechos. En una sociedad escindida por completo la realidad deja de existir como tal para convertirse en una mera cuestión de criterios, y la verdad se vuelve líquida, relativa, condicional, una noción sometida a los prejuicios del pensamiento. No puede haber evidencias sustantivas si cada sujeto adapta sus percepciones a un enfoque previo construido con las proyecciones de su propio sesgo.

En esa atmósfera bipolar, de burbujas emocionales impermeables a la otredad, incluso las palabras carecen de significado porque el lenguaje se ha transformado en un elemento identitario. De este modo, si el presidente llama a regenerar la democracia sus seguidores entienden llegado el momento de aplastar a los adversarios y la otra mitad del país siente lógica alarma ante el previsible anuncio de un avance autocrático. Cuando el Ejecutivo proclama su intención de combatir los bulos, los contrapoderes de opinión se sienten amenazados en su legitimidad para denunciar manipulaciones y engaños. La corrupción o el populismo sólo se observan en los demás, y las decisiones de voto no se basan tanto en la afinidad como en el rechazo. La razón ha desaparecido de una vida pública –y hasta de la privada– sostenida sobre el enfrentamiento sistemático. Vivimos en una nación en rumbo de colisión contra sí misma y esa deriva sólo puede acabar en naufragio.