Consuelo Ordóñez-El Correo
No puedo olvidar un mensaje que recibí hace dos meses de una persona que apenas tenía un mes de vida cuando ETA asesinó a mi hermano. En él decía que, a pesar de no haber conocido a Goyo, se acordaba mucho de él. Y reconocía, con cierta vergüenza, que se había encontrado por la calle con uno de los terroristas más sanguinarios de ETA y no se atrevió a contárselo a nadie. Tenía miedo. También hace poco leí una carta al director de un periódico, escrita años atrás, en la que una persona relataba con mucha indignación -y resignación- que se había encontrado el centro de San Sebastián empapelado con mi cara y la de Fernando Savater dentro de una diana el día de Santo Tomás. «Pienso en que los que colocan esos carteles son unos fascistas. Pero paso de largo. Hay que seguir viviendo», contaba.
No ha pasado tanto tiempo desde que nuestros vecinos pedían a ETA que nos asesinase. Acosaron y mintieron a partes iguales. Contaban con una enorme red de gente fanatizada y dispuesta a hacer el mal y que fuese asumido con aparente normalidad, como algo inevitable. Si se quería esquivar ese mal, más valía no tener encontronazos con ellos. El poder del miedo y de la estigmatización de la víctima del terrorismo de ETA en el País Vasco ha sido extraordinario. Una de las mayores obsesiones de los terroristas y de los políticos que colaboraban con ellos siempre ha sido eludir la responsabilidad ética, política y judicial de tanta violencia y tanto mal perfectamente calculado.
ETA ya no mata, pero sus herederos no han abandonado la mentira, el engaño ni la manipulación. Pretenden esconder el alcance de lo que hizo ETA y de lo que hizo su entorno político. Trabajan por construir una impunidad social que minimice el hecho de que pidieron a ETA cada día y durante décadas que asesinara a una parte de sus vecinos y a los representantes del Estado. Es tan grave que parece mentira. Pero no lo es. Las víctimas de ETA vivíamos en una continua crónica de una muerte anunciada, sabiendo que cada día podía ser el último porque nuestros propios vecinos suplicaban a ETA que nos matase.
Ahora, esos mismos vecinos aseguran que nos entienden, que comparten nuestro sufrimiento, y nos piden perdón por haber podido «incrementar nuestro dolor» con su «distancia» y su «falta de empatía». No condenan la persecución de sus vecinos y justifican el asesinato de nuestros familiares, los miles de heridos, extorsionados, amenazados y desterrados forzosos de su tierra. Viven como si ETA nunca hubiese existido y no renuncian a sus ideas totalitarias, pero esperan que quienes hemos defendido el Estado de derecho renunciemos a exigirles la condena del pasado criminal de ETA.
Pocas cosas más crueles se me ocurren que la imposición de una reconciliación oficial con quienes se niegan a repudiar haber formado parte de una gigantesca estrategia de criminalidad colectiva. Las víctimas del terrorismo no necesitamos la empatía de nuestros victimarios, ni que compartan nuestro sufrimiento. ¿Acaso querría una víctima de la violencia machista -por poner un ejemplo- reconciliarse con su agresor, estar unida con él en el sufrimiento? Seguramente no. Entonces, ¿por qué las víctimas de ETA tenemos que estar unidas en el sufrimiento con nuestros victimarios y reconciliarnos?
El objetivo es privatizar el dolor y desalojar a las víctimas del terrorismo que reclamamos justicia del espacio público, presentándonos como un estorbo para la paz y la convivencia. El verdadero impedimento para la normalidad democrática de la sociedad vasca es la condena pendiente del terrorismo de ETA. Quienes provocaron las víctimas y no están dispuestos a renunciar a las convicciones totalitarias bajo las que actuaron. Las víctimas hemos sido ejemplo de convivencia desde el momento en el que no respondimos a la violencia con violencia.
Decía Joseba Arregi hace unos meses que estamos dejando atrás la historia de terror de ETA de la peor manera posible: no queriendo ver la gravedad de lo que implica asesinar por razones políticas y no habiendo sabido comprender y defender los derechos de las víctimas de dignidad, justicia, memoria y verdad. La violencia política que ejerció ETA no se puede solventar invocando el sufrimiento compartido y las llamadas a la reconciliación basadas en la empatía.
El orden de factores altera el producto. Sin condena del terrorismo no se puede construir una sociedad digna. Sin condena del terrorismo no se puede llegar a la normalidad política y social que todos queremos. Sin condena del terrorismo se construye una gran mentira, como diría Maite Pagaza. Una gran mentira que conlleva lo que la izquierda abertzale busca: la gran impunidad social, histórica y judicial.
Basta ya de trampas vestidas de piel de cordero. La única frase decente que podrían pronunciar los terroristas y sus colaboradores a las víctimas empieza y acaba por un «nunca tendríamos que haber existido». Y aún no ha salido de sus bocas. Hasta que no lo hagan, hasta que no rechacen la existencia de ETA, no podemos dejar de exigírselo.