Confiar en el Estado

EL CORREO 17/03/15
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV/EHU

· Quienes queremos que la estructura estatal actual se mantenga y perfeccione nos preguntamos: si el Estado acabó con ETA, ¿por qué esperó tanto para hacerlo?

ETA ya no mata: el 16 de marzo de 2010, hace ahora justo cinco años, se cobró su última víctima en la persona del brigadier francés Jean-Serge Nérin. Pero solo fue con la declaración del 20 de octubre de 2011 cuando ETA decidió no seguir matando. Y lo que muchos no sabemos aún a ciencia cierta es por qué ETA desde entonces no mata, si porque no quiere o porque no puede; y lo que es peor, no sabemos qué nos resulta más tranquilizador –o más intranquilizador–: que no quiera o que no pueda hacerlo. Porque si ella decidió sola que no quería matar más, ¿cómo se nos garantiza que nunca decidirá querer lo contrario?

El afamado psicólogo evolutivo canadiense Steven Pinker, en su último libro, ‘Los ángeles que llevamos dentro’, define el terrorismo como la violencia premeditada de un actor no estatal contra no combatientes, diseñada en secreto y ejercida por sorpresa para coaccionar al Estado. Sus mayores aliados son las técnicas de comunicación política –que explican su acción como resultado de una guerra asimétrica entre un débil liberador contra un fuerte opresor– y la psicología del miedo, con cuyo manejo consigue que el daño real concreto causado en personas y bienes se convierta en un daño emocional desproporcionado y masivo que va debilitando, de modo progresivo y fatal, la confianza de las personas en la capacidad de su Gobierno para protegerlas.

Cuando los ciudadanos pierden la confianza en su propio Estado es cuando sobreviene una deriva de consecuencias imprevisibles hacia la subversión del orden establecido. Y eso es precisamente lo que ha ocurrido desde 1978 para acá, descontado el periodo de ETA contra el franquismo. Así como los ciudadanos vascos nos dividíamos antes entre quienes apoyaban o comprendían el terrorismo y quienes lo padecíamos o rechazábamos, ahora, tras la declaración de fin del terrorismo, estamos divididos entre quienes necesitamos confiar en el Estado que tenemos y quienes prefieren confiar en otro aún inédito y a su medida.

Quienes queremos que la estructura estatal actual se mantenga y se perfeccione de modo más inclusivo y democrático, con el horizonte de una integración cada vez mayor en Europa, no dejamos de preguntarnos: si es verdad que el Estado ha acabado con ETA, ¿por qué esperó tanto tiempo para hacerlo? Tanto, que ha conseguido que Gipuzkoa apenas se reconozca española y que Navarra y Álava estén ya gravemente resentidas por lo mismo, mientras Bizkaia se ha convertido en fortín para un PNV que, en cualquier caso, tampoco confía en el Estado actual.

Un Estado que da demasiadas muestras de no atender, ni cuidar, ni conocer siquiera la opinión de quienes, teniendo la perspectiva que da vivir en Euskadi, todavía seguimos confiando en él y nos preocupa que se esté convirtiendo en una referencia más lejana y ajena todavía de lo que ya es para muchos. Un Estado cuyos partidos políticos que lo representan aquí aparecen cada vez como más desasistidos, cuando no ninguneados o mangoneados por sus respectivos centros decisorios.

ETA ya no mata, pero con motivo del reciente estreno de la película ‘Negociador’, en una de las entrevistas a su director, Borja Cobeaga, surgió el dato del periodo de las negociaciones a que hace referencia el filme, que va del 30 de mayo del 2003, cuando ETA mató en Sangüesa a dos policías con una bomba-lapa, hasta el atentado de la T4 de Barajas del 30 de diciembre de 2006, cuando mató a dos ecuatorianos que dormían en un coche. Durante esos tres años y siete meses ETA no asesinó a nadie, pero no solo por las negociaciones, sino también por la acción policial, como la que interceptó en Cuenca el 1 de marzo de 2004, antes de ser activada, una furgoneta cargada de explosivos. El hecho es que desde la declaración del 20 de octubre de 2011 hasta hoy todavía no han pasado esos tres años y siete meses de aquel periodo anterior sin muertos, plazo que se convierte en otra barrera psicológica más a superar para nuestra tranquilidad tras el definitivo final del terrorismo.

Y sobre todo cuando vemos ciertos síntomas recientes que nos retrotraen a escenarios anteriores a ese fin del terrorismo. Así, mientras Plazaola se acoge a la protección de la organización y huye de la Justicia, Lasarte sale de prisión tras cumplir menos de veinte años por sus siete asesinatos: lo más triste es que ni las víctimas ni la sociedad en general van a tener que prepararse para aceptar una salida masiva similar, ya que son contadísimos los presos que han asumido el daño causado. O cuando la candidata por Bildu a la alcaldía de Bilbao nos propone una lista de renovación y cambio para los nuevos tiempos y resulta que de número dos va Lander Etxebarria, que saltó a los medios, en la época de la aprobación de la ley de Partidos, por boicotear los plenos vestido de payaso o poniéndose una mordaza y luego por el caso Udalbiltza, otra chapuza procesal más para cargar de razones a quienes desconfían del Estado. O, en fin, cuando nuestro inefable secretario de Paz va a reunirse de extranjis con un señalado preso de la izquierda abertzale, mientras todavía no ha tenido a bien hacerlo, en sus dos años largos de cargo, con nadie de nivel mediático parecido en el ámbito de las víctimas.

El Estado se va a tener que emplear a fondo, en un horizonte cada vez más próximo, si es que quiere ganar en Euskadi la batalla de la confianza perdida. Porque a muchos de los ciudadanos vascos que la perdieron tras los años de plomo les han metido en otra historia, la del derecho a decidir, donde les han explicado muy bien, sin que –durante décadas– por nadie se contradijera o cuestionara lo más mínimo, que es mucho mejor que no confíen en su propio Estado.