Mario Vargas Llosa-El País
Es importante diferenciar entre el “confinamiento” como pena o castigo infligido por una dictadura a un opositor y una medida democrática, aprobada de acuerdo a ley, que se propone proteger a la población civil
Probablemente la palabra más utilizada por la prensa y la gente en general en el mundo de la lengua española, en estas últimas seis semanas, después de “coronavirus” por supuesto, haya sido “confinamiento” y todos los vocablos asociados a ella, como “confinado”, “confinada” y “desconfinamiento”, más varios etcéteras. Pero sólo el periodista Ramón Pérez-Maura en un artículo publicado en Abc el 9 de este mes con el título En España no hay nadie confinado parece haber advertido una grave equivocación en este uso indebido de aquella palabra, aplicada a la reclusión que vive la población de España todavía, por culpa de la pandemia que asola al país, así como sigue devastando a buena parte del mundo. En su texto advirtió, consultando el Diccionario de la Lengua, que el verbo “confinar” y su acción y efecto, el “confinamiento”, es una “pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto de su domicilio”.
Así es, en efecto, según el Diccionario de la Lengua. Pero, en todo caso, hay en la definición de este vocablo una alusión a la “libertad” que, en cierta forma, la desnaturaliza. La verdad es que en España, pero, sobre todo, en América Latina, han sido las dictaduras y no las democracias las que han utilizado el confinamiento para acallar las voces de sus críticos, silenciarlos por largos años y, en ciertos casos, hasta liquidarlos. Es la razón por la que ronda a las palabras “confinado” y “confinamiento” una sombra un tanto siniestra y deletérea, que, naturalmente, en el caso de la reclusión obligada que vivimos en España en las actuales circunstancias, no tiene razón de ser.
No hay duda alguna de que la frase: “Don Miguel de Unamuno estuvo confinado por la Dictadura de Primo de Rivera en la isla de Fuerteventura en el Atlántico, desde febrero de 1924 hasta el 9 de julio de ese mismo año, cuando fue indultado” es rigurosamente exacta, pues corresponde a la verdad histórica. Era un adversario del régimen y éste, manu militari, lo confinó en aquel alejado lugar para tenerlo enmudecido. Fue el caso de muchas dictaduras latinoamericanas, que mediante la reclusión forzada en algún lugar remoto —un desierto, la selva, una isla, una aldea de los Andes— apartaban y silenciaban a adversarios incómodos y, en ciertos casos, aprovechaban también aquella lejanía para librarse de ellos. El lugar preferido de los dictadores peruanos para confinar a sus críticos era la isla del Frontón, frente a Lima, de siniestra trayectoria pues allí perecieron a lo largo de la historia peruana muchos opositores y críticos, donde eran torturados e incluso asesinados por nuestros dictadores.
Ahora bien, es obvio que la definición que hace el diccionario de este vocablo y que corresponde muy justamente a la vieja acepción de “confinamiento” no conviene para nada a la situación que ha vivido España desde que el Gobierno de Pedro Sánchez, al igual que muchos otros Gobiernos democráticos en el mundo entero, procedió a establecer para el conjunto de la población un confinamiento obligatorio. Lo hizo explicando la razón de ser de la medida y sometiéndola a las Cortes, es decir, al Parlamento, donde fue aprobada por amplia mayoría, primero por el plazo de dos semanas, y luego renovada varias veces, añadamos que con los votos a veces renuentes pero explícitos de los partidos de la oposición. Es decir, en este caso se guardaron todas las formas legales, se procedió democráticamente, y no hay razón alguna para que esta reclusión se estime idéntica a la que define el Diccionario. Por el contrario, en cierta forma es más bien su antípoda.
¿Cuál es la solución a esta contradicción? No tiene sentido iniciar una campaña para desterrar el último significado que ha adquirido esta palabra gracias al coronavirus, por la sencilla razón de que estaría condenada a fracasar estrepitosamente. Cuando una palabra es adoptada por una vasta multitud de hablantes para expresar una realidad novedosa, por más eficiente y elocuente que sea aquella campaña, fracasará sin remedio. El contenido de los vocablos no es decidido por los filólogos y las academias sino por el pueblo que se vale de ellos para entenderse y expresarse, por la gente, esa gigantesca sociedad que es la que mantiene vivos y operativos a los idiomas o los deja morir. Ante esa realidad, el Instituto de Lexicografía de la Real Academia Española ha propuesto añadir otra definición además de la original, que figura en el Diccionario desde el año 1843, aunque ya el Diccionario de Autoridades había incluido desde 1734 el verbo “confinar” en el sentido de “desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria”, es decir, en una acepción muy próxima a la que adoptaría posteriormente el Diccionario.
El Instituto de Lexicografía de la Real Academia de la Lengua propone estas dos posibles definiciones del vocablo “confinar”: “Aislamiento temporal impuesto a una población por razones de salud o seguridad”. O esta otra: “Aislamiento forzoso a que se somete a una población para evitar la propagación de una enfermedad epidémica”. Ambas son bastante justas, pero yo prefiero la primera a la segunda, porque establece el carácter temporal de la medida, que, creo, es indispensable para que aquella situación se entienda como algo pasajero o transeúnte, debido a excepcionales circunstancias como puede ser una pandemia, una acción terrorista de gran envergadura, una cadena de incendios o una guerra. También sería conveniente, creo, que esta definición señalara de algún modo el carácter legal y legítimo en que ella se sustenta, de modo que quede excluida la arbitrariedad con que solía aplicarse en el pasado. Es importante establecer una clara diferencia entre el “confinamiento” como pena o castigo infligido por una dictadura a un opositor y una medida democrática, aprobada de acuerdo a ley, que se propone proteger a una población civil amenazada por una súbita catástrofe que podría acarrearle muchas más desgracias sin esa merma momentánea de su libertad de desplazamiento.
Una reflexión final sobre este asunto, que trae provechosas enseñanzas sobre un tema que nunca ha quedado del todo claro para muchas personas. No son las academias ni los filólogos los que crean las palabras que utiliza la gente para comunicarse y entenderse; son los hablantes, cultos e incultos, provincianos o capitalinos, rurales o citadinos, los que tienen esa facultad extraordinaria de ir renovando el lenguaje que les sirve para entenderse, y también, por supuesto, quienes escriben en él, periodistas, escritores, políticos, comerciantes, obreros, banqueros y la infinita maraña de quienes lo utilizan y a su vez lo sirven, manteniéndolo vivo, en constante renovación. Las academias y los filólogos y los diccionarios sólo sirven para poner un cierto orden en lo que, sin ellos, podría disolverse en la confusión selvática, en el caos. Pero es importante tener siempre en la mente que la fuerza y la creatividad de un idioma están en esa base popular y múltiple que se vale de él para entenderse y que es quien da sentido y razón de ser a las palabras, destinando a las que ya no le sirven al olvido, y dando a otras, que crea o adopta o configura de distinta manera como en este caso, en función estricta de la realidad vivida, que es, en última instancia, la que confiere solvencia y vitalidad y trastorna a las palabras o las sepulta en el olvido y las entierra.