Jon Juaristi-ABC

El progresismo consiste en improvisar justificaciones de los crímenes de la izquierda

En la Navidad de 1993, unos amigos trajeron de París un libro recién aparecido de Jean-Claude Milner. El libro («L’archéologie d’un échec, 1950-1993»), publicado por Seuil, representó para algunos de nosotros la más eficaz vacuna que jamás probamos contra la peste mental de la izquierda. El autor no se cortaba un pelo: «Prohibiciones de ejercer la profesión, destierros, encarcelamientos arbitrarios, provocaciones policiales, asesinatos políticos, intimidaciones brutales… ¿quién podría sostener ahora, después de lo que hemos visto, que la izquierda parlamentaria se negaría a utilizarlos una vez se apropie del poder del Estado?».

Para todo ello, la izquierda necesita del progresismo, es decir, de una técnica de improvisar justificaciones morales para cualquier crimen en aras del interés general (o sea, del

suyo). La función del progresismo es, en palabras de Milner, «volver justificable cualquier decisión que sea, con referencia a cualquier sistema de justificación que sea, a condición de que haya sido tomada por quienes detentan el poder», siempre que estos sean de izquierdas.

Cuando Sánchez Castejón anuncia que en las próximas semanas muchas de sus decisiones serán rectificadas apenas se hagan públicas, está advirtiendo a la odiosa oposición de que nada de lo que él diga o haga podrá ser utilizado en su contra, puesto que lo dirá o hará por el interés general, por prudencia, y, bueno, porque, ya a estas alturas, como diría el poeta, «inmóvil mayoría de cadáveres/ le dio el mando total del cementerio». Sánchez Castejón no tiene ya necesidad de pedagogos como la estricta gobernanta que colocó en su día, y ahí sigue, al frente del Ministerio de Educación, pero que sustituyó en las funciones de portavoz mientras dure la guerra (perdón, el confinamiento) por otra más joven y cantinflera, la del marco del contexto. Cuando comparecen Juntacadáveres y Simón el Enterrador, como Talleyrand y Fouché, el vicio del brazo del crimen, asustan mucho más que sus grupis. Como imagen artística de la Muerte, incluso Illa está un poco por encima de Celaá. No mucho, pero lo suficiente.

Ahora bien, ha estado francamente sembrada la de Bilbao cuando, para terminar con las críticas al general Santiago, advirtió que «no podemos aceptar que haya mensajes negativos, mensajes falsos en definitiva, que transmiten a la ciudadanía consecuencias que luego pueden alterar su salud». Ni Vito Corleone habría resultado más persuasivo. Qué estupenda. Qué forma tan general y democrática de hacernos una oferta que no podremos rechazar. Cuidémonos pues de esas consecuencias que alterarían nuestra salud más que el coronavirus, o sea, ojo con difundir mensajes «en contra de lo que significa (sic) los criterios científicos y la integridad de las instituciones públicas», que deben de ser la misma cosa en opinión de esta lumbrera vasca. Su paisana la Pasionaria personalizaba más sus avisos a navegantes, como en el caso del pobre Calvo-Sotelo (víctima mortal del socialismo, por cierto, no del coronavirus).

Bueno, pues en eso consiste el progresismo. En justificar los virajes criminales de la izquierda improvisando cualquier pretexto. Por ejemplo, «los criterios científicos y a la integridad de las instituciones públicas». En boca de Isabel Celaá esto es basura ideológica. Cursilerías. Lo mismo que cuando hace un año y medio sostenía, como portavoz del primer gobierno de Sánchez Castejón, que «la libertad de expresión y la libertad de prensa» eran «bastión y columna de lo que significa la democracia». Lo que no hay que tomarse a broma es lo otro, lo de las consecuencias «que luego pueden alterar su salud». No la suya: la de usted y la mía.