Cristian Campos-El Español
 

Cuando me cito con alguien del PP hago siempre el mismo chiste: «Tengo ganas de que el PP llegue a la Moncloa para que por fin vuelva a gobernar en España el PSOE verdadero». Ellos suelen reírse, aunque creo que lo interpretan más como un halago que como un sarcasmo. Luego les digo: «Y no tengáis piedad con Emiliano García-Page: ese tío está en el extrarradio del PP desde hace mucho tiempo».

En honor a la verdad, he de decir que en el PP son conscientes de la caricatura y la llevan con buen ánimo. Ellos creen que tienen más a ganar camelándose al votante del PSOE que comiéndose a Vox, aunque la estrategia de Sánchez sea en 2024 la contraria: renunciar al centro para comerse al Sumar de Yolanda Díaz como antes se comió al Podemos de Pablo Iglesias.

Yo creo que Sánchez intuye algo que el PP ni vislumbra: que el centro son hoy dos docenas de intelectuales, media de periodistas y poco más. Pero qué sabré yo.

Lo cierto es que tampoco creo en esas chorradas de la derechita cobarde. Entre otras cosas porque allí donde cogobierna la valiente, como en Castilla y León, apenas les ha dado la bravura para reducir las subvenciones a los sindicatos y para (intentar) obligar a las abortistas a escuchar el latido fetal, que en la escala de las agallas puntúa al mismo nivel que patear una paloma. Como dice Yoda en El imperio contraataca, «hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes». ¡Con lo bien que le iría a Vox defendiendo el programa del PP verdadero en vez de empeñarse en aplicar el de Vladímir Putin!

Pero tampoco creo que el PP sea hoy un partido conservador. Menos todavía un partido liberal. Creo que es un partido socialdemócrata y que eso no es necesariamente malo: en comparación con lo que hemos vivido durante los últimos cinco años, hasta un partido socialdemócrata nos va a parecer en breve trumpismo. Para comprender esto hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista cambiante del presidente del Gobierno, hasta el Pedro Sánchez de hace tres meses es un fascista redomado.

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Como cada cuatro años en Cataluña, vuelve a renacer el debate sobre qué tipo de partido debe ser el PP catalán y qué imagen debe ofrecerle al votante. Y digo qué imagen y no qué ideas porque estas están claras hace tiempo: serán las que el PP crea que debería defender el PSC verdadero.

Y si esas ideas del PSC verdadero son aceptadas por el Junts verdadero, que es esa Convergencia de 1996 que ya no existe, miel sobre hojuelas para el PP.

Que Alejandro Fernández no es el candidato preferido de Génova es evidente. En la sede central del PP creen que el españolismo es salfumán en las urnas. Lo dicen porque se lo creen. Pero también por la catástrofe de 2019, cuando el PP se dejó 264.000 votos en la gatera y cayó desde los seis escaños hasta sólo uno con Cayetana Álvarez de Toledo como candidata.

Olvidan no sólo los sondeos actuales, que le dan doce escaños al PP, sino también que la caída se iba a producir igual en 2019, con Cayetana o sin Cayetana, o que las ideas de la número uno por Barcelona eran prácticamente las mismas que las de la Inés Arrimadas que ganó las elecciones en 2017.

Pero la política no consiste en defender tesis impecablemente racionales, sino en colocar relatos. Y los intelectuales (y Cayetana lo es) no suelen cuajar en las urnas porque la brecha emocional e intelectual con el votante es demasiado amplia.

La prueba es que en cuanto Inés, que no tiene perfil de intelectual, se fue a Madrid y adoptó un rol más institucional y menos callejero, su potencial electoral cayó varios enteros. Pero el PP oía aquello de «la montapollos» y en vez de interpretarlo como la clave del éxito de Arrimadas (si un español te pone un mote es que has triunfado) lo interpretó como la clave de su caída.

El sesgo de confirmación, una vez más, corroboraba los prejuicios del PP: ni españolismo, intelectualizado o no, ni perfiles desafiantes. Cabeza gacha y a pasar desapercibido.

En descargo del PP hay que decir que Ciudadanos cometió el mismo error: creer que en el centro había miles de votantes desencantados del PSOE esperándolos a ellos, cuando en el centro estaba yo, Cristian Campos, fantaseando con un 155 eterno.

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Alejandro Fernández no es un intelectual como Cayetana ni tiene el carisma de Arrimadas. Puede también que no sea el más proactivo de los líderes que ha tenido el PP en Cataluña. Pero desde luego resulta bastante difícil sentirse agredido por él porque su estilo es el de la ironía con retranca simpaticona, esa con la que hasta los nacionalistas sonríen en el parlamento regional, el más amargo de toda España.

Así que Alejandro cumple el primero de los requisitos que el PP le exige hoy a sus candidatos en Cataluña: que no molesten a aquellos que jamás votarían al PP.

Pero no cumple el segundo, el de «soñar en catalán». Esa peculiar forma de racismo que defiende que a los indígenas del noreste español no basta con concederles el capricho de hablarles en el segundo idioma de la región y no en el primero, que es el español, sino que es necesario también identificarse con sus supersticiones y hasta creérselas.

O sea, ser un nacionalista «moderado» al estilo de Duran i Lleida o no digamos ya Miquel Roca, que sería el candidato soñado por Génova si tuviera treinta años menos.

Yo no sé si Alejandro Fernández debe o no ser el candidato del PP en Cataluña. Pero sí estoy seguro de que si hay un camino seguro al desastre para el PP catalán, ese es el de convertirse en el Partido Convergente Popular treinta años tarde.