EL PAÍS 06/12/16
EDITORIAL
· Reformar la Ley Fundamental exige mayorías para lograr un nuevo pacto
La reforma constitucional nunca puede ser un proyecto gubernamental ni de un solo partido. Los españoles contamos con la experiencia de una Ley Fundamental que se elaboró prescindiendo de sectarismos ideológicos, y ese valor debe preservarse. Situados ahora ante la necesidad de actualizar nuestro pacto constitucional, el proyecto solo tendrá la oportunidad de prosperar si las principales fuerzas políticas son capaces de buscar un cierto grado de consenso, precisamente lo que le ha faltado a la reforma constitucional italiana.
A lo largo de los 38 años transcurridos desde el referéndum que ratificó la Constitución española, esta ley ha funcionado eficazmente como un marco político para todos, ha permitido mayorías de uno y otro signo y ha regido un conjunto de reglas de juego compartidas. Así debe seguir siendo. Su reforma no es un objetivo en sí mismo, sino el instrumento para corregir las ineficiencias que el paso del tiempo ha dejado en evidencia y la oportunidad de actualizar un nuevo pacto constitucional. La persistencia de un fuerte malestar de los españoles con la situación política y la realidad de un Congreso fragmentado entreabren la puerta a la posibilidad de abordar una cuestión largamente aplazada.
Otras propuestas de reforma constitucional fueron abandonadas antes, bien porque no existía un consenso tan amplio como el logrado en 1978, bien por el temor a que los nacionalistas forzaran demandas inasumibles para gran parte de los españoles. Esta segunda dificultad no debería primar a la hora de volver a pensar el pacto constitucional, puesto que los que se han subido a la oleada secesionista han dejado atrás la idea de la reforma. Se les debe invitar a participar en el intento, pero en ningún caso se trata de constitucionalizar la ruptura con España, sino de corregir las debilidades del modelo territorial del Estado.
Las propuestas esbozadas por los partidos van desde aclarar la distribución de competencias entre el Gobierno y las autonomías o partes de la federación, y su financiación —fuente inagotable de conflictos—, hasta convertir el Senado en una cámara territorial propia de un Estado federal. Estos aspectos dominantes del debate reformista no deben excluir reconsiderar elementos que afectan al sistema electoral, clarificar la independencia del Poder Judicial o incluir nuevos derechos políticos. Persiste el problema de cambiar la prevalencia del hombre sobre la mujer en el orden de sucesión de la Corona, aunque esto fuerza a utilizar el más difícil de los procedimientos de reforma previstos por la propia Constitución.
Lo que tampoco tiene sentido es defender un proceso constituyente de carácter rupturista, como en su día se sugirió desde Unidos Podemos, o encogerse de hombros ante un proceso reformista. Menos lógica tiene aún el argumento de que es preciso reformar la Constitución porque el 60% de los españoles no han votado la de 1978; ningún estadounidense vivo ha votado la suya, lo cual no ha impedido que haya sido enmendada 27 veces. Hacer oídos sordos a las demandas de reforma solo servirá para diferir la solución de los problemas pendientes y prolongar el malestar.