FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • Para no defender esta posición por imitación o rutina hay que ser lúcido y, aunque suene paradójico, audaz

Los rótulos ideológicos tras los que nos parapetamos son cada vez más, según aumentan las identidades ofendidas y los derechos cantinflescos reivindicados. Pero hay una ideología compartida por todos, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, y de la que sin embargo pocos se enorgullecen: la conservadora. A nadie le falta un punto conservador en un aspecto o en otro, porque ser humano es elegir en el caos del mundo y de la vida algo que queremos ver perpetuado. A los demás animales la evolución les ha simplificado la tarea, inscribiendo en sus genes los gestos y preferencias a los que deben guardar fidelidad. En cambio nosotros estamos programados para autoprogramarnos (la inteligencia artificial no es la de ninguna máquina sino la nuestra) y debemos elegir el punto sólido, que quisiéramos inamovible, a partir del cual movernos, avanzar, explorar: necesitamos establecer lo que debe ser conservado para a partir de ahí revolucionarlo todo.

Para no ser conservador por imitación o rutina (fuentes habituales del instinto de conservación y del pensamiento reaccionario) hay que ser lúcido y, aunque suene paradójico, audaz. Actualmente en España el autor que mejor responde a este perfil es Gregorio Luri. Su último libro ―La mermelada sentimental, editorial Encuentro― es un buen compendio de sus ideas sobre educación (quizá su tema preferido), política, formas de ser y de dejar de ser de los españoles, ecología y hasta religión. Una prosa clara y contundente, una perspicacia que no desfallece y un humor sin el que no hay tarea intelectual digna de ese nombre. Una ráfaga a modo de aperitivo: “La política es el proyecto, siempre inacabado y siempre frágil, de establecer una relación comunitaria con el tiempo que nos permita dotar de historia coordinada a nuestros aconteceres personales y colectivos”.