Juan Carlos Girauta-ABC
- Lejos de agotarse, los regalos de Shakespeare crecen y crecen con el paso de los siglos y con la complejidad social
Desde el desconcierto de la caída del muro y la subsiguiente necesidad de reorganizarse en torno a algo, en la izquierda se lleva mucho conmover adocenados, buscarles la lagrimilla. Pudieron haber regresado al pobrismo original, que tanto y tan bien ha contado Escohotado. Pero como eso es duro y pide ejemplaridad, ellos han preferido las explosiones emocionales variopintas para movilizar al personal. Bien, cuando lo humano sufre alteraciones de cierta escala, uno tiene que irse a Shakespeare.
Julio César dirige unas frases marmóreas a los conspiradores Metelo, Bruto, Casio, Cinna y Decio antes de ser apuñalado. Se han arrodillado ante él para rogarle la absolución de Publio Cimbro. Le han llamado «alto y poderosísimo», le han dicho que arrojan a
sus pies sus humildes corazones, que se arrastran más bajo que esos pies. Y entonces César, antes de comunicarles que no va a ceder, afirma: «De estar yo donde ustedes, me sentiría conmovido. Si se me permitiera rogar, los ruegos me conmoverían». Viendo a Bruto todavía de hinojos, se pregunta -y podemos adivinar el retintín- si no estará malgastando ya sus rodillas. «¡Que mis manos hablen por mí!» -exclama entonces Casca, y apuñala a César el primero.
Esa escena inicial del tercer acto de Julio César se abre con clarines, senadores, y las célebres palabras de la víctima inminente al Adivino: «Ya llegaron los idus de marzo». Interesa el tratamiento que César aplica a lo conmovedor en la política, al abuso de las emociones justo cuando se trata de doblegar lo legal. Ese desdén para con el hermano del condenado a destierro, siempre arrodillado: «Debo advertirte, Cimbro, que estas cortesías y alabanzas desmedidas pueden encender la pasión del vulgo hasta convertir en juego de niños lo ordenado y previamente decretado. Mas no te engañes, César no lleva esa sangre voluble que puede derretirle hasta olvidar su posición con aquello que conmueve a los idiotas; vale decir encorvadas reverencias, lisonjas de perro, palabrería».
Aprendamos, gocemos, afilémonos con la visión. ¿No resuena ahí secamente, de una vez por todas, una voz que alude a esta nuestra era de lo conmovedor, de las emociones bastardas en política? Casualmente, la escena incluye la caída de hinojos en grupo. Lo que practican hoy hasta los uniformados ante el primer supuesto acreedor moral con el que topa el woke (despertado). ¿Qué hay más conmovedor? Pero sigue siendo tan falso, y escondiendo tanta conspiración, como en el caso de esos romanos pasados por la mente del Bardo, previo filtro de North. La jugada siendo capaz de encender la pasión del vulgo, de convertir la ley en un juego de niños, de conmover a los idiotas.
Lejos de agotarse, los regalos de Shakespeare, sus distintos niveles de lectura, crecen y crecen con el paso de los siglos y con la complejidad social. Es un rasgo propio de los clásicos. O, mejor dicho, es lo que define al clásico.