Según argumenta el nacionalismo vasco establecido, el constitucionalismo europeo, al que muestra su apoyo, permite lo que el otro, el español, impide: el derecho soberano de los pueblos. Si este nacionalismo está engañándose a sí mismo, acabará defraudando incluso a la ciudadanía que le respalda en las urnas.
La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión es una parte naturalmente significada del Proyecto de Constitución europea. Su preámbulo hace referencia al necesario «respeto de la diversidad de culturas y tradiciones de los pueblos de Europa, así como de la identidad nacional de los Estados miembros». Uno de sus artículos proclama que «la Unión respeta la diversidad cultural, religiosa y lingüística» en términos así más generales, sin limitarse a la pluralidad interna de culturas en Europa. Previamente, entre los objetivos de la Unión, ya se ha registrado el respeto de «la riqueza de su diversidad cultural y lingüística» como base indeclinable para «la conservación y el desarrollo del patrimonio cultural europeo».
El imperativo constitucional para la UE de respeto de «la diversidad cultural, religiosa y lingüística» en sus términos más generales se establece en la sección de declaración de derechos. ¿Estamos en consecuencia ante el reconocimiento de un derecho a la cultura, a la religión y a la lengua no sólo además de la ciudadanía europea, sino también de todos y todas cuantos residan en territorio europeo, de inmigrantes como de ciudadanos y ciudadanas, de quienes entre éstos consideren propia una lengua o una cultura ya de Estado, ya igualmente de pueblo que no lo constituya? ¿Existirá en Europa esa posición constitucional de fundamento, en su vertiente interna, del derecho de pueblo? Otra base, como la de libre determinación, la de formación de nacionalidad o la de derecho histórico, no hay en el proyecto de Constitución europea.
Tengamos ante todo en cuenta unos presupuestos. La Unión Europea se constituye por Estados cuyas lenguas, religiones y culturas oficiales u oficiosas no están en cuestión. Para la propia perspectiva de la Constitución europea, las respectivas ciudadanías cuentan con el correspondiente derecho reconocido y garantizado con carácter previo. Cuando la misma registra entre sus objetivos y entre los derechos el mantenimiento de «la diversidad cultural» dada o por dar, interna o sobrevenida, sólo puede estar haciendo referencia a las otras culturas y a los otros pueblos, a quienes no se identifican por entero o sólo lo hacen parcialmente con los Estados constituyentes de la UE. Se refiere, por ejemplo, no a la lengua castellana del Reino de España, sino a la lengua árabe de una inmigración o a la lengua vasca de un pueblo de Europa. Es el punto que nos interesa, cuyo horizonte sigue así encuadrándose.
Para esto que importa a las culturas de pueblos europeos no constituyentes de Estados, resulta en todo caso del mayor interés que no deje de ser objeto de referencias específicas cuando se habla de la pluralidad constituyente, la de los Estados: «La Unión contribuirá al florecimiento de las culturas de los Estados miembros, dentro del respeto de su diversidad nacional y regional, poniendo de relieve al mismo tiempo el patrimonio cultural común. La acción de la Unión tendrá por objetivo fomentar la cooperación entre Estados miembros y, si es necesario, apoyar y complementar la acción de éstos en los siguientes ámbitos: la mejora del conocimiento y la difusión de la cultura y la historia de los pueblos europeos», entre otros fines. Se dice incluso en término más políticos: «La Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante la Constitución, así como su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autonomía local y regional». Para el lenguaje ciertamente no muy depurado de la Constitución europea, regionalidad y localidad se refieren a la expresión institucional de una pluralidad interna, comprendida la de pueblos europeos no constituidos en Estados. El lenguaje responde a una práctica. De esta forma no muy considerada para con ‘regiones’ con lengua, cultura y política propias es también como se ha constituido en el seno de la UE, no introduciéndose ahora novedad, el Comité de las Regiones. Recordemos sin embargo la consigna del preámbulo de la Carta de Derechos Fundamentales: «Respeto de la diversidad de culturas y tradiciones de los pueblos de Europa, así como de la identidad nacional de los Estados miembros». La pluralidad cultural de los pueblos se distingue y además precede a la de los Estados, lo cual no significa que la Constitución europea ponga por delante los derechos de los primeros. Ni puede ni se lo plantea. Quiere decir que guarda conciencia y constancia de una diversidad cultural que no se reduce ni debe restringirse a la existente entre Estados.
Obsérvese que, aun figurando en la Carta de Derechos, el imperativo de respeto de la diversidad de culturas no se plantea exactamente en términos que reconozcan un derecho a cultura propia o en rigor derecho alguno. Se formula como un principio para la acción política y no como un título exigible ante la justicia. A este propósito, la Constitución europea viene a entender como cometido de los Estados la debida constitucionalización del derecho de los pueblos internos, lo cual en el caso de España se da mediante la vía denominada por el texto europeo de autonomía ‘regional’ y por el español, para el País Vasco, de ‘nacionalidad’ reforzada además con el reconocimiento de ‘derecho histórico’. Para que no vaya a exigírsele lo que no está en disposición de dar, la Constitución europea conviene leerse con la Constitución española y los estatutos de autonomía en la mano. No serán piezas sueltas. Si la primera progresa, todo ello formará un nuevo bloque de constitucionalidad. El encaje se rige para Europa por el principio de subsidiariedad en un sentido a la par realista y democrático. Lo que puede hacer la Constitución española no debe intentarlo la Constitución europea. Es un encaje que deja fuera de juego el derecho a la cultura propia de contingentes no europeos, esto es, los derechos de libertad de la inmigración, los de autonomía individual y colectiva en la conservación, adopción, compatibilización o sustitución entre culturas. Sobre esto nada dice la Constitución europea, como tampoco la Constitución española ni por su parte unos estatutos de autonomía que no tienen en todo caso competencia para hacerlo. Mantengamos entonces la regla razonable de la subsidiariedad. No se exija a la Constitución europea lo que no ofrece la Constitución española. Dirimamos las razones por las que hay cometidos más lógicos del Estado que de la ‘región’, dicho en el lenguaje europeo, o también si lo que procede es otra cosa.
En el País Vasco, el nacionalismo establecido promueve por una parte un plan estatutario propio al margen del régimen constitucional español y de la reforma que el mismo ahora afronta; por otra, hace público su apoyo al proyecto actual de Constitución europea. Según argumenta, un constitucionalismo, el europeo, permite lo que el otro, el español, impide: el derecho soberano de los pueblos. Si este nacionalismo está engañándose a sí mismo, acabará defraudando incluso a la ciudadanía que le respalda en las urnas. Mas la desinformación parece improbable. ¿Se simula adrede? ¿Se trata de alentar una ilusión inviable, además de manifiestamente indeseable para parte importante del propio pueblo vasco? ¿Se busca minar de paso imagen y crédito de la Constitución española? ¿Se merece Europa el desprecio de tal instrumentalización? ¿Y es justo en comparación el menosprecio superior hacia el régimen constitucional español con su reconocimiento de nacionalidades interiores y de derecho histórico vasco que viene dando juego y puede seguir abriéndolo? ¿No estamos con todo ante un guiño que se dirige y que premia al nacionalismo violento?
Estando así las cosas, con aprovechamiento político de la sangre vertida y de la amenaza persistente, parece que haría falta no sólo cuenta realista de posibilidades, sino también cargo moral, más allá de lo penal, de responsabilidades. Estando como estamos en trance de concluirse la edad vasca de plomo, habrían de jubilarse por todo el espectro no sólo prácticas tóxicas, sino también personal conta- minado. Bastante más que el plan nacionalista debería retirarse. Puede ser requisito para el abordaje con buen pie de la re-novación conveniente del Estatuto del País Vasco en el contexto tempestivo de una reforma de la Constitución española y de la novedad de la Constitución europea.
Bartolomé Clavero es catedrático de Historia del Derecho.
Bartolomé Clavero, EL DIARIO VASCO, 8/12/2004