El sentido de una Constitución no es resolver todos los problemas de la comunidad política, sino arbitrar el conflicto permanente entre partes e intereses. Una Constitución bien hecha consigue, durante un tiempo, que el conflicto no degenere en guerra civil. Los primeros en percatarse fueron, cómo no, los griegos clásicos. Solón hizo aprobar la primera de Atenas, iniciando un accidentado proceso que pasó por la tiranía de Pisístrato y abrió paso a la democracia de Clístenes, pero evitó la guerra civil y las tiranías endémicas en otras ciudades griegas. La historia griega también muestra que las Constituciones tienen propiedades arbitrales y constructivas, pero no mágicas, pues la democracia se acabó con Alejandro Magno.
Aristóteles tomó buena nota del fracaso de Atenas y de los peligrosos ensueños utópicos de Platón, su primer maestro. Ofreció una teoría de la Constitución válida hoy en día. La Ley de Leyes debe adaptarse a la realidad y a la naturaleza humana, sin inventar una comunidad ideal como la de Platón; debe ser equilibrada, dando un papel a las clases y partes de la ciudadanía, sin entregar demasiado poder a ninguna e incluyendo un esbozo de división de poderes; finalmente, el éxito de la Constitución necesita tiempo, pues ejercer la ciudadanía es un arte difícil que descansa en la buena educación y en la experiencia prolongada.
La influencia intelectual francesa hizo que otros cayeran en el error de aprobar la Constitución revolucionaria perfecta y eterna, garantía de su fracaso inminente
En la época de las grandes revoluciones liberales el constitucionalismo republicano se dividió en dos grandes corrientes: la norteamericana y la francesa. Los verdaderos fundadores de Estados Unidos, los federalistas, redactaron la segunda y definitiva Constitución del país, que nunca fue sometida a plebiscito y se adaptaba, muy aristotélicamente, a la realidad de un gran país dividido entre el norte democrático, ya inmerso en la primera revolución industrial, y el sur esclavista y aristocrático. Desde entonces Estados Unidos tiene el mismo texto constitucional, más la adición de la famosa lista de enmiendas que corregían las insuficiencias de la original, desde suprimir la esclavitud a dar el voto a las mujeres o limitar los mandatos presidenciales. También se vio sometida a crisis periódicas, como la guerra de secesión, la segregación racial en el sur, o el asalto al Congreso de los trumpistas
La tradición francesa resultó muy diferente, pues a través de Rousseau y su “contrato social” se entregó a Platón y sus autoritarios sistemas ideales. Tras la de 1789, y solo con los jacobinos, Francia tuvo nada menos que tres Constituciones de la república en 1791, 1793 y 1795. No llegaban a funcionar por el terror jacobino y las guerra civiles e internacionales, que impusieron el estado de excepción permanente; el golpe de estado de Napoleón impuso las de 1799 y 1804: seis Constituciones en quince años.
La influencia intelectual francesa hizo que otros cayeran en el error de aprobar la Constitución revolucionaria perfecta y eterna, garantía de su fracaso inminente. Es el caso de los intentos de Bolívar con su Constitución para la Gran Colombia (1819-1830), melancólico ensayo utópico de república unitaria ajena a la sociedad de castas con esclavitud y a las diferencias territoriales; los casos de México y Argentina (el virreinato de La Plata) fueron parecidos y origen de muchos vicios políticos crónicos hispanoamericanos.
España, en cambio, optó por una Constitución liberal, la de 1812. Parecía tan razonable y equilibrada que hasta 1830 sirvió como modelo de “tercera vía” para otros países en proceso de cambio. Tenía, ciertamente, carencias de realismo como el empeño con los “españoles de ambos hemisferios” ignorando la emancipación hispanoamericana y las grandes diferencias de todo tipo entre la metrópoli y el imperio. Pero la gaditana renunció al platonismo del “año cero” del constitucionalismo jacobino (al revés, intentó anclarse en la tradición medieval de monarquías limitadas), que infectó la política occidental con la ideología de refundación del Estado por la pura voluntad y con la autoridad popular por encima de la constituyente, convertida así en regla provisional (razón de que Francia siguiera coleccionando Constituciones y revoluciones como si fueran jarrones chinos).
Las Constituciones perfectas no existen
La Constitución perfecta no existe por la simple razón de que no instaura la perfección, sino reglas para la competencia, la colaboración y el reparto de poderes entre agentes muy distintos que, además, no paran de cambiar a lo largo del tiempo. Ese cambio incesante, que la propia Constitución impulsa, obliga a modificarla mediante el sistema americano de enmiendas, el de cambio completo de texto a la francesa, o el de reformas parciales.
La reforma progresiva ha sido el sistema británico: tras la Revolución Gloriosa de 1688 (en realidad un golpe de estado contra la monarquía absolutista católica) no se molestaron en escribir una Constitución textual, pero se esforzaron mucho por poner en práctica el conjunto de leyes, instituciones y normas con valor constituyente, reformando lo que tocaba reformar, por ejemplo, implantando y ampliando el sufragio universal, quitando poder a los Lores o eliminando la segregación religiosa de los católicos. Lo que tampoco impidió la larga lucha revolucionaria de Irlanda por la independencia, ni la pérdida del Imperio, reconvertido en menguante Commonwealth.
La Constitución española de 1978 es irreal en el ambiguo principio de las “nacionalidades” (un absurdo préstamo del fracasado Imperio Austrohúngaro) y la consecuente desorganización territorial y competencial del Estado
La imperfección constitucional deriva del irrealismo utópico y del incesante cambio social, cultural y económico, y en consecuencia de la política. En nuestro caso, la Constitución española de 1978 es irreal en el ambiguo principio de las “nacionalidades” (un absurdo préstamo del fracasado Imperio Austrohúngaro) y la consecuente desorganización territorial y competencial del Estado, el Título VIII que el tiempo ha demostrado ser una bomba de relojería. Esos errores, agravados por la defectuosa separación de poderes y la insuficiencia de los contrapesos y controles, han degenerado la política española, catalanizada y vasquizada al estilo nacionalista por Sánchez y sus secuaces. La sociedad española actual tampoco es la de 1978 -es mucho más heterogénea y plural-, ni tampoco el mundo geopolítico, comenzando por la soberanía cedida a la Unión Europea.
Por eso necesita reformas profundas para seguir siendo lo que debe ser: un escudo contra los peligros siempre presentes de tiranía y barbarie política. Lamentablemente, solo UPyD (el “partido de Rosa Díez”, si no se acuerdan) propuso una reforma así desde 2007, cuando muchas luces de alarma llevaban tiempo encendidas. Ahora no quedan excusas para encarar una reforma a fondo que resuelva la centrifugación del Estado en beneficio del separatismo, mejore la representatividad, la igualdad y la división de poderes, impida la colonización de las instituciones por camarillas de partido y refuerce a la sociedad civil, entre otras urgencias. No es solo echar a Sánchez, es cambiar el sistema que lo ha permitido y producido.